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Las prácticas cortas como acción de formación y aprendizaje en los estudiantes

El horizonte de la enseñanza, un acercamiento desde la práctica pedagógica.

Mayo 30, 2016

Autores

Luis Alfonso Guevara
Director del Centro de Estudios Musicales Gimnasio Campestre.
[email protected]

Giovanni Niño Quintero
Coordinador Académico de la Institución Educativa Distrital Darío Echandía
[email protected]

 

Resumen

Este artículo da una mirada sobre la práctica pedagógica vista desde la es- cuela como institución, los protagonistas de la acción educativa, los rasgos de la práctica pedagógica y la reflexión sobre el oficio docente. El ámbito educativo del saber de un individuo está directamente relacionado al tránsito de conocimiento- aprendizaje en un campo de acción es- pecífico. El conjunto de esquemas que dispone una persona en determinados momentos de su vida está relacionado con el desarrollo del mismo en un am- biente que acoja, potencie y promueva toda su humanidad. Resulta significativo considerar todos aquellos aspectos que están en la base de la formación de los seres humanos. Para tal fin, se retoma el trabajo del investigador Phillipe Perre- noud, quien consolida la información a través de la observación de las prácticas pedagógicas que han realizado maestros en el aula de clase, partiendo de pre- guntas relacionandas con la excelencia escolar, la construcción de jerarquías de excelencia, el éxito y el fracaso escolar.

“Quien tenga a su cargo la educación de al- guien debe poner en ello toda su energía, ha de multiplicar las solicitaciones, ha de comunicarle los saberes y los saber hacer más elaborados, ha de equiparle cuanto más mejor para que, cuando deba encararse solo al mundo, pueda asumir lo mejor posible las opciones personales, profesio- nales o políticas que tendrá que tomar”  Phillipe Meirieu

La institucionalidad en la educación

De la exploración sobre la práctica pedagógica, emergen diferentes aspectos que suscitan una reflexion apremiante. Una de ellas se situa en el campo de caracterizar la educación y la escue- la como conceptos diferenciadores e integradores de un mismo proceso: el aprendizaje. Según lo anterior, un primer avance hace referencia a considerar que la educacion es un proceso continuo, general e indeterminado, en los que las causas de aprendizaje se singularizan desde el conjunto de habilidades que un sujeto adquiere para desempeñarse en la vida; el segundo existe en la contingencia institucional el cuál determina procesos de aprendizaje amarrados a conceptos y acciones, dentro de una secuencia lógica y no siempre práctica: “La educación no consiste en otra cosa que en el aprendizaje de las formas de ser y de hacer, de pensar y de creer; en una palabra, de la cultura propia de cada condición” (Perrenoud1, 1996, p.72). De ahí que la academia se deba apropiar del carácter propositivo, dinámico y versátil de la realidad para trascender las fron- teras de la disciplina, orientándose a la formación humana. Es decir, promover la formación de sujetos respetuosos, responsables, multidimensionales y libres, bajo la premisa de que un sujeto es un ser social, político y ecológico, que abre su horizonte a lo emocional y a lo afectivo. Tanto escuela como educación se relacionan para construir la práctica pedagógica como instancia necesaria en la formación de sujetos.

La institucionalidad, representada por las organizaciones escolares en nuestro contexto, se encuentra atravesada por una amplia diversidad cultural, un complejo sistema de relaciones sociopolíticas y contextos socioeconómicos que llevan a los educadores profesionales a hacer de sus prácticas pedagógicas situaciones complejas, cambiantes y variables desde las particularidades locales y las necesidades de una comunidad particular. El docente puede reconocer un objeto de estudio y proponer, desde allí, un quehacer que impulse el aprendizaje. En este sentido, la escolaridad se puede visibilizar como una práctica de orden social que interviene la realidad colec- tiva de las comunidades con el fin de ejercer acciones directamente ligadas con la producción de conocimiento, la acción política deliberada, el desarro- llo de competencias, la elaboración de juicios críticos y la transformación de medios. Es así como Perrenoud (1996) percibe la práctica como “un conjunto de conductas al servicio de una finalidad global” (p.37).

Estas diversidades, pluralismos y diferen- cias caracterizan las prácticas pedagógicas que realizan los docentes dentro del entorno particular que ofrece la insti- tución educativa. Así, en los ambientes escolares se reproducen acciones que generalmente tienen que ver con la real- idad de los estudiantes, los docentes, los padres de familia, las directivas, y que otorgan al acto pedagógico un carácter de complejidad.

Los docentes consagran una parte de su tiempo a motivar a sus alumnos, a crear o mantener el deseo de aprender. Saben que necesitan de la cooperación activa de los niños y adolescentes para instruir- los. Esperan que los padres actúen en el mismo sentido, tanto antes del ingreso a la escuela como durante toda la esco- laridad (Perrenoud, 1996, p.181).

En este sentido, los objetivos del trabajo pedagógico, relacionados directamente con la intencionalidad de las políticas educativas, constituyen de manera for- mal las prácticas pedagógicas que propo- ne el docente. Desde esta perspectiva, la institución asume y coparticipa de la acción formal centrada en privilegiar la calidad con la que sus estudiantes elaboran sus producciones y trabajos. De allí emerge el interés particular de docentes y directivas de la institución por regular las actividades y estrategias de sus estudiantes y cuyo alcance define niveles de participación y construcción de conocimiento.

La relación pedagógica se inscribe en el marco de las relaciones de poder; el maestro trata de hacer trabajar a los alumnos recurriendo a diversos medios de estimulación. En ese marco, los jui- cios de excelencia, en especial cuando son formales,  tienen consecuencias, se dirigen a los padres, constituyen uno de los recursos  del maestro, en particular cuando ante él se encuentran alumnos que no temen el conflicto, no les preo- cupa caer bien, son insensibles a su autoridad, no valoran la excelencia escolar. (Perrenoud, 1996, p.198).

La escuela, como institución, toma entonces nuevas connotaciones y deja de ser vista como un lugar cerrado y her- mético, en donde simplemente circulan algunos saberes, para transformarse en un agente capaz de influir en los procesos sociales con posibilidad de generar alter- nativas que realmente respondan a las necesidades, preocupaciones e intereses de la comunidad, del barrio y por tanto, de la ciudad y del país. El docente, en esta intersección de realidades, posee un lugar privilegiado ya que cuenta con la posibilidad de compartir sus propias maneras de significar el mundo, con cier- ta libertad y preeminencia con la que no cuenta ninguno de los otros individuos de la sociedad. “No hay práctica cuyas ba- ses no puedan aprenderse en los libros o gracias a los medios audiovisuales. Pero, para progresar más allá de un determi- nado grado de excelencia, parece que nada puede sustituir la enseñanza de un buen maestro” (Perrenoud, 1996, p.66).

El oficio del docente y su profesionalización

Una de las críticas realizadas por Pe- rrenoud respecto a la labor docente es que ésta parece destinada a caer en la dependencia propuesta por el sistema, los programas y los textos. Para el autor, el oficio del enseñante tendría que orien- tarse hacia la profesionalización como sucede con otro tipo de oficios en donde quien los ejerce está en la capacidad de crear y ejecutar soluciones posibles a problemas que se le presentan en su labor diaria.

Para Phillipe Perrenoud, el enseñante profesional es aquel que asume riesgos cuando tiene que tomar decisiones uti- lizando su saber y experiencia, cuando no se visibiliza frente a lo que la insti- tucionalidad le solicita hacer, siguiendo acríticamente instrucciones como si se tratara de algo irrefutable. En este sen- tido, el primer paso que precisamente deben dar los enseñantes es aquel que los conmina a buscar autonomía en sus acciones. Sin embargo, Perrenoud piensa que esta evolución no se ha dado y que por el contrario este oficio ha caído algo así como en una proletarización, en donde unos especialistas que representan la autoridad idean los programas, la organización del trabajo, las didácticas, las tecnologías educativas, los libros de tex- to, y el docente sencillamente cumple el papel de simple ejecutor de las mismas. Esta perspectiva al parecer evidencia que “determinados enseñantes no aspiran a ejercer una profesión, puesto que les conviene funcionar respetando el pro- grama, los horarios y los procedimientos prescritos” (Perrenoud, 2010, p. 51). Se trata en este sentido de no asumir re- sponsabilidades y de funcionar pasando inadvertidos, sin dejar legados positivos en su paso por la educación. No obstante, lo ideal es que el oficio docente reúna las condiciones de la profesionalización, para lo que se deberá trabajar en las competencias del creador y el ejecu- tor, además del practicante reflexivo que puede a partir de sus esquemas resolver situaciones problémicas sobre la marcha, incluso bajo presión y sin contar con manuales ni procedimientos emanados de ninguna autoridad. “En teoría, los «profesionales» son quienes mejor pueden saber lo que tienen qué hacer y cómo hacerlo de la mejor forma posible”. (Perrenoud, 2010, p.11)

Dos ideas más que valdría la pena men- cionar para profundizar en el tema tienen que ver con los límites de la acción docente y  con lo que, se esperaría, debe ser la autonomía del profesional. En cuanto a la primera, es necesario que se comprenda que existen aspectos que escapan a la acción del enseñante, es decir que no se trata de cargar con todo el peso del mundo, responsabilizándose de todo, sintiéndose constantemente culpable. Si bien es cierto que el compromiso profesional es complejo, no se trata de que el sujeto que puede resolver todo, pues finalmente el docente es también un ser humano. Un segundo aspecto es que la formación que se le procura al enseñante debe garantizar que dicho sujeto desarrolle la capacidad de ser su propio supervisor, que se exige a sí mismo y que no necesita que le estén recordando las funciones propias de su cargo; este es el verdadero sentido de un profesional. Del mismo modo, es necesario reflexionar acerca del papel del docente y los retos que supone un ejercicio situado en la realidad social en el que se presenta.

Por tanto, en principio, el maestro puede y debe hacer de todo; favorecer el desarrollo intelectual, apoyarse en la inteligencia para proporcionar el dominio de estructuras matemáticas más específicas y, en fin, enseñar reglas, definiciones, formas gráficas o numéricas de trabajar, técnicas operatorias (Perrenoud, 1996, p. 244).

En el contexto de la acción docente se requiere de un saber académico; expe- riencia, experticia y un dominio para generar balance entre teoría y práctica. Todas las competencias del docente se disponen para elevar sus niveles de autonomía y responsabilidad y consolidar una postura de permanente reflexividad de su quehacer. Esta constante reflexión de sus prácticas se convierte en una forma de identidad y de satisfacción profesional, una posibilidad de contrastar sus herramientas conceptuales y metodológicas con el fin de  construir nuevos discernimientos disponibles para su acción. Un docente profesional no se contenta con lo que ha aprendido en su formación inicial, ni con lo que ha descubierto en sus primeros años de práctica; revisa constantemente sus objetivos, sus propuestas, sus evidencias y sus conocimientos; entra en una espiral sin fin de perfeccionamiento porque él mismo teoriza sobre su práctica. De esta manera, el docente se empeña en construir en su propio proceso rasgos de excelencia, así “el maestro encarna la norma de excelencia y el alumno la interioriza” (Perrenoud, 1996, p.77).

Dentro del ámbito de la reflexión que realiza el docente puede surgir el reconocimiento de que su condición le significa ser habitante de una realidad complementaria. Docentes y estudiantes encaminan sus esfuerzos con el fin de desarrollar aprendizajes y, así, la ruta del conocimiento se ve emprendida por la interacción de ellos como protagonistas. Estudiantes y docentes  son individuos que dependen necesariamente el uno del otro. Las situaciones de aprendizaje alcanzan cierto nivel de plenitud en la medida en que los implicados -docentes y estudiantes- acogen sus responsabilidades de manera seria y decidida.  Sin embargo, es importante resaltar que el esfuerzo del docente es vital, porque debe alentar a su estudiante, debe motivarle de manera especial, debe estimularlo en el estupor por el conocimiento. La actitud del docente va dirigida a despertar un interés y a vigilar la manera como su estudiante está comprometido con la situación de aprendizaje. El docente, a diario, se ve confrontado por la imperiosa necesidad de ejecutar acciones conducentes a desafiar a sus estudiantes con el fin de obtener de ellos el máximo de su rendimiento.

En el ambiente de la práctica peda- gógica el docente propone una acción formativa clara, en la que el estudiante puede asumir la opción de decidir cómo realizarla y hacerse responsable de su propio proceso de aprendizaje. A lo largo de este proceso, y con el fin de estable- cer rutinas claras y apropiadas en los momentos de aprendizaje, el docente debe ayudar al alumno a mantener la atención y concentración necesarias para desarrollar su formación y acercamiento al conocimiento. Un esbozo de lo anterior consiste en la reformulación de planes de estudio que promuevan el desarrollo de competencias claves para el desem- peño de los estudiantes. En este senti- do, organizar y animar situaciones de aprendizaje, gestionar la progresión de los mismos, elaborar y hacer evolucionar dispositivos de diferenciación, implicar a los alumnos en sus aprendizajes y en su trabajo, sugerir y apoyar el trabajo en equipo, promover la participación en actividades que signifiquen gestio- nar recursos, informar e implicar a los padres, utilizar las nuevas tecnologías, afrontar los deberes y los dilemas éticos propios de sus acciones y organizar la propia formación continua corresponden al ejercicio concreto que el docente experto propone a sus estudiantes. En la práctica pedagógica se evidencia la condición de corresponsabilidad de los procesos de aprendizaje. “¡No se apren- de en soledad!” (Perrenoud, 2008, p.147)

La práctica reflexiva

Al retomar la idea de práctica como “un conjunto de conductas puestas al servicio de una finalidad global” (Perrenoud, 1996 p.37) de antemano se plantean varios elementos importantes. De un lado, la noción de conductas como la condición inherente que subyace en el hacer del individuo, la direccionalidad que este imponga a su oficio e incluso la actitud implícita en el momento de su ejecución. Por otro, el tema de la finalidad, visible como el alcance percibido producto de un trabajo realizado. En este orden de ideas, la práctica reflexiva es un elemento esencial de la profesionalización do- cente. Sin lugar a dudas, esta debe estar presente desde el inicio de la formación de los futuros enseñantes, convirtiéndose en ese sentido en algo no solo permanente en su quehacer, sino también como elemento que se inscribe dentro de una relación analítica con la acción.

Formar a buenos principiantes es, precisamente, formar de entrada a gente capaz de evolucionar, de aprender con la experiencia, que sean capaces de reflexionar sobre lo que querían hacer, sobre lo que realmente han hecho y sobre el resultado de ello (Perrenoud, 2010, Pág.17).

Ahora bien, una práctica es reflexiva cuando en escena se aprende a hacer aquellas cosas que no se saben precisamente haciéndolas, se trata en este sentido de poner en juego la dimensión reflexiva que se encuentra en el centro de las competencias y los saberes profesionales que se han adquirido, construido y por supuesto desarrollado en la formación permanente y en el transcurso de los años de experiencia. Donald Schön, sobre este aspecto, ofrece una mirada compleja y establecida desde el ejercicio de la acción, la cotidianidad y el desenvolvimiento del individuo en su accionar profesional. Para él, es de importancia capital el conocimiento surgido de una práctica reflexiva: “parece correcto decir que nuestro conocimiento se da desde nuestra acción… la vida del profesional depende del conocimiento tácito en la acción” (Schön, 1998, pp. 55-56). El rasgo que proporciona a la noción de práctica, en el ámbito del ejercicio profesional, enriquece y valora el hacer tanto como el tiempo de preparación del mismo, “los profesionales reflexionan sobre su saber desde la práctica” (Schön, 1992 p.66).

Según Perrenoud, la práctica reflexiva remite a dos procesos mentales, el primero hace referencia a aquella reflexión que se da propiamente en la acción; el segundo, se refiere a la reflexión que se pro- duce sobre la acción realizada, es decir sobre el acto concreto. El primero, tiene que ver básicamente con la reflexión que se origina en una acción en curso y que permite tomar decisiones rápidas pero acertadas. En la labor docente este tipo de circunstancias son frecuentes y permiten distinguir si la actuación que surge en un determinado momento responde a un enseñante novato o, por el contrario, se trata de un enseñante experimentado. En cuanto a la segunda, se trata de la reflexión que se da una vez concluida la acción, cuando el enseñante tiene la posibilidad de analizar y evaluar el acto concreto (en términos de establecer si era lo que debía realizarse o, si por el contrario, era posible haber realizado algo más o una cosa diferente). Igualmente, este tipo de evaluación le permite comparar su actuación frente a la de otros enseñantes, convirtiéndose de esta manera en un protagonista de su propia accion con el fin de crecer en el campo profesional mediante el intercambio de experiencias. De la misma manera, se reflexiona también para saber cómo continuar, retomar, afrontar un nuevo problema o sencillamente responder los cuestionamientos que cotidianamente se presentan en la profesión docente (Perrenoud, 2010). Estos dos procesos enunciados anteriormente se completan con lo que Perrenoud ha llamado la reflexión sobre el sistema de acción, que consiste básicamente en la reflexión que hace el sujeto sobre la estructura de su acción, es decir, sobre la ruta tomada para resolver problemas que se conside- ran similares. Aunque es claro que en el oficio docente no todas las situaciones se presentan de la misma manera, es posible encontrar rasgos muy parecidos que sugieren activar los esquemas construidos en la práctica para resolverlos. Respecto a lo anterior, es importante aclarar que no se considera reflexiva la práctica cuyo objetivo plantea un fin último e inamovible: “la práctica […] nunca tienen meta o metas fijadas para siempre…las propias metas se trasmutan a través de la historia de la actividad” (MacIntyre, 2004 p. 240).

De igual manera, la práctica reflexiva también debe procurar por nuevas for- mas de concebir la función formadora, en cuanto a relaciones más justas, equilibradas y contextualizadas con las nuevas exigencias sociales y a relaciones modernas docente-estudiante. Esto supone prácticas pedagógicas que busquen promover nuevas metas y fines del conocimiento para, de esta manera, favorecer un tipo de conocimiento que se aplique y se ponga a disposición del estudiante en situaciones reales y cotidianas y por lo tanto en las experiencias nuevas que lo hagan competente en su contexto. Meirieu (2007) al respecto ha indicado que:

El niño necesita, pues, ser acogido; necesita que haya adultos que lo ayuden a estabilizar progresivamente las capacidades mentales que le ayudaran a vivir en el mundo, a adaptarse a las dificultades con que se encuentre y a construir él mismo, progresivamente, sus propios saberes (p.23).

Ahora bien, Perrenoud entiende que para que pueda hablarse realmente de una práctica reflexiva, que genere concienciaciones y cambios en el ejercicio del enseñante,  esta tiene que hacerse metódica y regularmente. En este sentido, se busca ir más allá de la simple reflexión ocasional, aislada y pasajera para instalarse en una reflexión de carácter permanente, orientada hacia el mejoramiento y la transformación de la práctica. En otras palabras, no se trata de una reflexión que intenta resolver una dificultad en un momento determinado, sino de la reflexión continua motivada por la curiosidad y la voluntad de saber más y de comprender para mejorar lo que se genera antes, durante y después del ejercicio práctico, incluso cuando ni siquiera se tienen dificultades. Por esto es tan importante que se les permita a los futuros enseñantes entrar en contac- to desde el inicio de su formación con las prácticas propias de la labor que van a desempeñar, de manera que se forjen desde el inicio esquemas generales de la práctica en su pensamiento. “Para ello, es sustancial que la formación desarrolle las capacidades de auto-socio-construc- ción del habitus, del saber hacer, de las representaciones y de los conocimientos profesionales” (Perrenoud, 2010. p.43). En consideración a lo anterior, la práctica reflexiva debe permitir que se compense la superficialidad de la formación profesional; se favorezca la acumulación de saberes de experiencia; se acredite una evolución hacia la profesionalización; se prepare para asumir una responsabilidad política y ética; se permita hacer frente a la creciente complejidad de las tareas; se ayude a sobrevivir en un oficio imposible; se proporcione los medios para trabajar sobre uno mismo; se ayude en la lucha contra la irreductible alteridad del aprendiz, se favorezca la coopera- ción con los compañeros; y se aumente la capacidad de innovación (Perrenoud, 2010, p.46).

Es importante tener en cuenta que una “reflexión resulta más fructífera, si tam- bién se nutre de lecturas, formaciones, saberes teóricos o saberes profesiona- les, creados por otros investigadores o practicantes” (Perrenoud, 2010, p. 50). No obstante, no solo se trata de la apro- piación de los elementos conceptuales y teóricos (sean disciplinares, didácticos o pedagógicos) que puede proveer la formación institucionalizada o no sino, sobre todo, de la movilización que pueda hacer de estos saberes en la práctica, en la puesta en escena de sus competencias. Precisamente Perrenoud (2010) formuló el concepto de procedimiento clínico, para referirse a la constitución de nuevos saberes en el ejercicio de la práctica docente, en donde se entenderá que el enseñante “desarrolla saberes previamente situados y contextualizados y luego conectados a las teorías académicas y a los saberes profesionales acumulados. A su vez, desarrolla en paralelo capacidades de aprendizaje, de auto observación, de auto diagnóstico y de auto transformación” (p.104). Es decir, en este proceso no solamente se crean nuevos conocimientos sino que además se movilizan nuevos recursos que condu- cirán igualmente a la creación de nuevas competencias. Respecto a lo anterior, Perrenoud (2010) propone que en la formación profesional, el procedimiento clínico lleva a cabo una inversión en relación con el modelo clásico, según el cual la teoría precede a la acción que se supone que la pone en práctica, tan sólo con una poca intuición, conocimientos técnicos e imaginación. En el procedimiento clínico, la teoría se desarrolla a partir de la acción.

En este mismo sentido, Schön (1992) ha utilizado el concepto de practicum para referirse a una situación pensada y dispuesta para la tarea de aprender una práctica. En un contexto que se aproxima al mundo de la práctica, los estudiantes aprenden haciendo, aunque su hacer a menudo se quede corto en relación con el trabajo propio del mundo real. Aprender haciéndose cargo de proyectos que simulan y simplifican la práctica, o llevar a cabo, relativamente libre de las presiones, las distracciones y los riesgos que se dan en el mundo real al que, no obstante, el practicum hace referencia. Se sitúa en una posición intermedia entre el mundo de la práctica, el mundo de la vida ordinaria, y el mundo esotérico de la universidad.

De esta manera, la propuesta de Schön privilegia la labor del oficio, de lo que se aprende en el hacer bajo la acción necesaria de la reflexión. Así, es probable que el acercamiento de los individuos hacia el conocimiento además de ser al- canzado por la vía del uso instrumental, de la técnica y de la teoría pueda ser adquirido también en el hacer reflexi- vo. Al parecer un posible ejemplo del practicum se centra en considerar la idea de taller, entendido este como un ejercicio reflexivo en el cuál “se trabaja, se elabora y se transforma algo para ser utilizado” (Ander- Egg 1999, p. 14). En la idea de aprender a través de un hacer se configura en algunos casos la realización de un producto, un algo a través del cual se objetiva un proceso del que devienen el tránsito de habilidades, cálculos, predicciones, “un aprender haciendo” (Ander Egg, 1999, p.14).

De acuerdo a esto, una de las finalidades alcanzadas a través de la práctica reflexiva permite que el enseñante desarrolle la capacidad de innovar, lo cual en términos más exactos no significa otra cosa más que la transformación de su propia práctica (Perrenoud 2010). Sin embargo, este autor ve con preocupación que es una fracción minoritaria quienes se pueden considerar verdaderamente innovadores y que por ello es fundamental “desarrollar la postura y las competencias reflexivas en la formación inicial y continua” (Perrenoud 2010, p.60).

Aspectos que favorecen la práctica reflexiva

En el ejercicio docente se pueden establecer algunas dinámicas que favorecen considerablemente una apuesta reflexiva. Con respecto a lo anterior, el docente debe privilegiar una constante movilidad y transformación personal. Así, participar en un grupo de discusión de la práctica abre la posibilidad de tener una mirada amplia sobre la misma, lo que permite realizar análisis deliberados en doble vía; por un lado, el cuestionamiento que realiza el enseñante sobre su labor ante la observación de otros colegas, es decir, la autoevaluación de su propia práctica reconociendo sus errores y aciertos, y de otro lado, recibir las observaciones, críticas y reflexiones de sus pares. Todo ello resulta apropiado si la intención radica en mejorar la labor pedagógica. “Un grupo de análisis de la práctica, en el sentido estricto que aquí se contempla, no tiene otro objetivo que contribuir a desarrollar en cada uno la capacidad de análisis y posiblemente, un proyecto y estrategias de cambio personal” (Perre- noud, 2010, p.121).

Otro aspecto fundamental de la accion reflexiva del docente es el saber peda- gógico y didáctico. Estos son elementos que de manera intrínseca se relacionan con la accion del docente. No basta con el simple dominio del conocimiento de una disciplina para llevar a cabo la labor del enseñante. De esta manera, es imperativo reconocer que el saber pedagógico y la didáctica complementan de manera significativa una práctica reflexiva. La función de formar enseñantes reflexivos debe estar a cargo de formadores reflexivos “no solamente porque encarna globalmente lo que preconiza sino porque aplica la reflexión «de forma espon- tánea», en el curso de una pregunta, una discusión, una tarea o un fragmento de saber”. (Perrenoud, 2010, p.70)

En conclusión, “la práctica reflexiva constituye una relación con el mundo, activa, crítica y autónoma. Por lo tanto, se trata de una cuestión de actitud más que de estricta competencia metodológica” (Perrenoud, 2010, p.62). De esta manera, se configura la idea de complejidad que supone la acción reflexiva del docente, en el sentido de integrar no solo saberes sino actitudes y expectativas que configuren situaciones pedagógicas orientadas a la motivación del estudiante por aprender. Esto supone del docente una postura de apertura, una actitud que valore el acontecimiento hacia lo insólito, a lo inesperado, dentro del ánimo de ponderar positivamente la realidad de sus estudiantes.

Investigación en la práctica reflexiva

En la actualidad, ha ido cobrando ma- yor relevancia el posicionamiento del docente como individuo investigador de accion docente, es decir, un sujeto activo centrado en la observación de sus prácticas al igual que el entendimiento que tienen de las mismas y las condiciones bajo las cuales se desarrollan. En este caso, la investigación se convierte en un elemento fundamental de su ejercicio, pues sitúa la reflexión en el análisis de su propia práctica mediante el cuestionamiento, la innovación y el aprendizaje que le entrega su experiencia. De hecho, Perrenoud plantea que el sistema educativo en la actualidad requiere de enseñantes que tengan la capacidad de diseñar situaciones problemas, buscando así superar a los dictadores de clase o transmisores de conocimiento.

Son varios los especialistas que proponen la investigacion como una herramienta metodológica que permite una transformación del ejercicio docente:

La finalidad de la investigación pedagógica es, en realidad, generar discursos que ayuden a los prácticos a acceder a la compresión de su práctica; e intenta ser eso mediante una retórica específica que intenta, al mismo tiempo, ayudarles a percibir, que está en juego en lo que hacen, permitirles comprender lo que ocurre ante sus ojos y respaldar su inventiva ante las situaciones que se encaran. (Merieu, 2007, p.92).

De cualquier forma, se trata de formar enseñantes que no solo sean capaces de construir nuevos aprendizajes, sino de promover la calidad y la transformación del ejercicio docente a partir de la observacion, la reflexion, y la postulación de respuestas causales a algún fenómeno presentado en el ejercicio docente.

Hacia el desarrollo de competencias

Una de las preocupaciones de un docente comprometido consiste en establecer acciones que conduzcan al buen desarrollo de sus estudiantes, en un ambiente que favorezca el desarrollo de habilidades y la comprensión de conocimiento. El desarrollo de los estudiantes en cierta medida está determinado por la acción que dirige el docente centrada hacia el alcance de competencias. Estas a su vez definidas como la “excelencia virtual, o sea, como una capacidad estable, interiorizada, aunque no tendrá valor sino por su manifestación mediante una práctica en un nivel de dominio determinado” (Perrenoud, 1996, p.40). En este sentido, el docente debe pensar en su práctica pedagógica con el fin de plantearse la pregunta sobre lo que constituye y significa lo propio de este oficio en el ejercicio y la aplicación de un conocimiento que ha sido adquirido gracias a su vocación, formación y a la experiencia obtenida a través del desempeño de sus funciones. Sin embargo, por el carácter de su profesión y por las condiciones cambiantes en la estructura de las sociedades y los productos que crean estos cambios, es su obligación la constante revisión de sus prácticas, de manera que ellas se ajusten a lo requerido.

Según Perrenoud (2004), algunas de las acciones que se perfilan a consolidar nuevas competencias de los profesores, se podrían enunciar como: la introducción de ciclos de aprendizaje, la práctica de una evaluación formativa más que normativa, el ejercicio de prácticas democráticas al interior del aula y la escuela, el desarrollo de una pedagogía activa y cooperativa pensada desde la gestión de proyectos y resolución de problemas, con el fin de privilegiar el trabajo en equipo y fijar responsabilidades colectivas, manejar y adaptar las nuevas tecnologías de información y comunicación (NTIC’s) a su realidad y ejercicio próximo, centralizar sus esfuerzos en la búsqueda del desarrollo de compe- tencias y situaciones de aprendizaje más productivas para sus estudiantes y preocuparse por la autoformación con- tinua de sus estudiantes, entre otras.

Resulta importante sumar a lo anterior la relevancia que supone la continua formación del docente, sobre todo, con- siderando los cambios que se producen con el avance científico y tecnológico. El profesor debe estar no solo a la altura de los mismos, sino que además es indispensable que pueda realizar una lectura muy fina acerca de cuáles son las transformaciones que deben operar en la escuela como espacio que no es inmóvil a los cambios que se producen en la sociedad. Así pues, la reflexión pedagógica juega un papel importante en este aspecto: “toda práctica es re- flexiva, en el doble sentido: en el que su autor reflexiona para actuar y mantiene a destiempo una relación reflexiva con la acción llevada a cabo” (Perrenoud, 2004, p.29).

Según lo anterior, realizar un ejercicio metódico de la práctica reflexiva es importante ya que conduce a estructurar un proceso de autoformación constante, en un ambiente de innovación de la práctica. Para tal fin, el compromiso del docente implica la participación activa en reflexiones pedagógicas que puedan contribuir activamente en la formación de nuevas generaciones de educadores, trabajar en equipo, participar en la construcción del proyecto educativo de su institución y procurar proponer metodologías innovadoras a sus estudiantes, partiendo de las características y necesidades de los mismos.

El estudiante en la práctica pedagógica

La función que desarrolla el estudiante es primordial dentro de la consolidación de las prácticas pedagógicas. De esta manera se pueden caracterizar algunas posturas. En primer lugar, la institución y el docente parten del hecho fundamental de esperar que el estudiante demuestre de manera significativa el aprendizaje desarrollado a través de trabajos, reflexiones, demostraciones y convalidaciones. En el marco de esta perspectiva, el estudiante se constituye como un hacedor de su propia formación, como pieza fundamental en su camino hacia el aprendizaje y como respons- able directo de la construcción de su identidad.  En el esbozo de su propia caracterización, el estudiante se con- stituye como parte fundamental de una relación. Es necesario que en el ambiente propio de la práctica pedagógica éste se reconozca como interlocutor. El valor de su participación se consolida y crece proporcionalmente en el ejercicio diario y consciente realizado en la práctica. “Lo específico de las actividades susceptibles de provocar aprendizajes consiste en que exigen un trabajo, esfuerzo, interés, la implicación personal del alumno y no un simple conformismo superficial. Los alumnos pueden, por tanto, “comerciar” con su buena voluntad” (Perrenoud, 1996, p.209).

De igual forma, cobra un importante significado la actitud comprometida de un estudiante frente a la propuesta presentada por un docente. Dicho estudiante es aquel capaz de seguir instrucciones, res- petar las reglas establecidas y mantener vivo el compromiso de realizar tareas; estos signos permiten otorgar al apren- diz la categoría de buen estudiante. Así, las consecuencias que emanan producto de la motivación del estudiante en la mayoría de los casos se verifican en el desarrollo de procesos de pensamiento como ordenar y recordar información, organizar el trabajo de forma lógica, establecer tiempos y cronogramas de tra- bajo y distribuir documentos y recursos. Estos son rasgos que definen el propio desarrollo.

Con el fin de complementar la caracterización de cómo aparece el estudiante en el ambiente de la práctica pedagógica, surge en escena el proceso a través del cual el docente y la institución favorecen la consolidación de la identidad del estudiante. Esta se promueve al formar al estudiante en el ámbito de la consti- tución de su propia subjetividad. Así, el alumno inmerso en la práctica pedagógica se reconoce como miembro de una colectividad, con características propias y particulares. Esta característica de manera intrínseca ubica al estudiante en la posición de juzgarse a sí mismo y a sus pares. El ejercicio de emitir juicios con respecto a su participación y a la de los demás le concede la oportuni- dad de formarse en la responsabilidad y seriedad de sus valoraciones. En este marco de participación, el crecimiento del individuo está ligado directamente al desarrollo de su personalidad y al uso de su inteligencia, evidenciada en la construcción de sus reflexiones.

Cuando […el alumno…] participa en las actividades, escucha las lecciones, hace su trabajo, su inteligencia funciona como un recurso; permite que el alumno comprenda más rápido, ordene la información que recibe, la recuerde; organice su trabajo de forma económica y lógica; distribuya su tiempo, sus documentos, sus posibilidades de recurso al maestro o a sus compañeros cuando afectan a sus intereses. La inteligencia es, pues, un medio para adquirir el dominio de los saberes y saber hacer valorados en la escuela. (Perrenoud, 1996, p.253)

Desde otra perspectiva, y en el trabajo de describir las situaciones que caracterizan a los estudiantes, se presenta la situación según la cual ellos aprenden a desarrollar justificaciones para limitarse al mínimo trabajo,  “Gran cantidad de alumnos comprenden con bastante rapidez que, para tener éxito, basta manifestar en el momento adecuado un nivel medio de excelencia” (Perrenoud, 1996, p.186). De esta manera, y con el fin de valorar los amplios matices que se presentan en la acción que adelanta el estudiante, emerge el concepto de evaluación. La evaluación emerge con la pretensión de describir cuantitativa y cualitativamente la manera de trabajar del estudiante en el aula. Así, en el espacio de las prácticas pedagógicas, “una respuesta represiva  provoca, casi necesariamente, una reacción agresiva o negativa del alumno. La desaprobación del maestro afecta a su amor propio y a sus intereses” (Perrenoud, 1996, p.196). En este sentido, la disposición que asume el docente de conceptuar la labor del estudiante en el aula de clase, o en la actividad pedagógica que éste desarrolla en el salón de clase, es definitiva. La manera como el enseñante asume dicha postura genera en el alumno un desafío. Su confrontación lo ubica de frente a su propia realidad como sujeto, como aprendiz y como miembro de una colec- tividad. Esto define la manera como él se percibe y lo alienta a conseguir y pro- yectar una imagen positiva de sí. Evitar sanciones y no infringir las normas son acciones que el estudiante cuida so pena de perder su categoría ante el docente y sus compañeros.

Asi mismo, de la manera como el estudiante ejerce sus funciones, realiza sus actividades y proyecta su temperamento emergen las características que los demás reconocen de él. Es decir, la manera como el estudiante dinamiza su trabajo esboza el concepto que sus pares y docentes se forman de él. El juicio que emana de lo anterior es el reconocimiento o la censura. Se podría afirmar que del esfuerzo, interés e implicación personal del estudiante surgen los rasgos que definen la capacidad de gestión de éste para ejecutar sus expectativas y proyectar los rasgos particulares de su personalidad.

El docente en la práctica pedagógica

Las consideraciones que aportan y conducen a la formación de los individuos re- quieren ampliamente de la participación del docente. Su experiencia y noción del mundo genera expectativas, y establece normas que acogen un orden y disponen conductas dentro de los espacios de acción comunes a los estudiantes. El do- cente, como protagonista de la práctica pedagógica, actúa como sujeto capaz de generar situaciones que disponen al estu- diante hacia una aproximación a la rea- lidad del conocimiento. Los juicios que establece son una manera de problema- tizar, comprender y discernir un saber, un objeto o una situación determinada. Sus rutinas y ejecuciones pueden transitar en diferentes direcciones, dependiendo del contexto que quiera presentar.

El docente moviliza lo que sabe para dar forma y sustancia al curriculum real. Su formación didáctica le proporciona un método: lo prepara para componer una lección, para encontrar ejemplos o ejer- cicios, para utilizar los manuales u otras obras de referencia con el fin de ilustrar los saberes y saber hacer que inculcar (Perrenoud, 1996, p.201).

En concordancia con lo anterior, el docente además de proponer juicios y discernir sobre un saber puede decidir no proporcionar una única explicación de un contenido, con el fin de  privilegiar espacios de problematización en medio de espacios de opinión. En este sentido, la acción del docente, adquiere la connotación de autoridad, entendida ésta como la presencia que hace crecer, que premia la libertad, que acoge la autonomía y que valora la persona. Así el rol que asume el enseñante como guía confiere a la relación docente-estudiante una jerarquía que emerge del reconocimiento del otro.

El maestro, quiera o no, encarna la norma. No puede orientar a los alumnos en su trabajo y en sus aprendizajes sin formular, implícita o explícitamente, juicios de valor. Es difícil imaginar una acción pedagó- gica que no origine algún tipo de jerarquía informal (Perrenoud, 1996, p. 16).

Construcción de jerarquías de excelencia

Uno de los medios disponibles para demostrar el nivel de aprendizaje de los estudiantes es objetivable a través de la evaluación. Esta se consolida como un mecanismo cuya base se funda en la observación del proceso de los alumnos. Dicho proceso implica proyectar juicios que subyacen en el orden de unos criterios de excelencia. Se consideran, en sí mismos, como una posibilidad de acreditación de la capacidad de una persona y en este sentido pretenden indicar las evidencias de desempeño y las condiciones de desarrollo del estudiante. De esta manera, las jerarquías de excelencia representan el dominio de un estudiante ante un saber específico y su directa capacidad de transformar este, en una situación determinada. “Definiremos, por tanto, la jerarquía de excelencia como una jerarquía fundada en el grado en el que una práctica se aproxima a la excelencia, entendida como dominio efectivo, elevando el grado de perfección” (Perre- noud, 1996, p.36).

La importancia de establecer el grado de excelencia de la persona redunda en construir una imagen objetiva de la realidad del estudiante. El grado de excelencia conlleva al posicionamiento de éste, dentro del sistema escolar. De esta manera, las representaciones cuantitativas ofrecidas por el profesor pueden, y deben, reflejar el trabajo diario y rutinario de los estudiantes. La importancia de establecer grados de excelencia radica en ofrecer al estudiante una imagen representativa de la calidad de un producto realizado por el mismo. Este ejercicio le permite realizar una reflexión sobre sus procesos, su motivación y las expectativas con las que se aproxima a su propio aprendizaje. Si la observancia en el uso de las jerarquías de excelencia cumple dentro del sistema educativo la función de determinar el grado de excelencia de sus estudiantes y a partir de ello establecer parámetros de evaluación, ¿de qué manera el docente construye, regula y normaliza los procesos de evaluación de sus estudiantes? Los docentes establecidos en ambientes disciplinares claros, y con planes de estudios, estrategias y actividades situadas en contextos particulares, cuentan con variables suficientes para construir juicios que describan con objetividad el hacer de los estudiantes. El carácter positivo e incluyente de las jerarquias de excelencia en el aula radica en que éstas ofrecen al docente una mirada objetiva para “prever las dificultades de los alumnos” (Perrenoud, 1996, p.232). Establecer juicios de excelencia puede inspirar al docente a revisar los obstácu- los de sus estudiantes y en consecuencia detectar las dificultades sobre las cuales concentrarse.

De acuerdo con lo anterior, la relación docente-estudiante está mediada por una dimensión comunicativa que emerge a través de los juicios de excelencia en los cuales se puede realizar una valoración del trabajo de los estudiantes.

Los juicios de excelencia son el producto de un funcionamiento complejo que incluye el desglose del curriculum en disciplinas y en niveles anuales; porque la elaboración de los juicios de excelencia se fundamenta en una práctica pedagógica y forma parte de una negociación entre maestros y alumnos (Perrenoud, 1996, p.18).

El saber articulado en las diferentes disciplinas clasificadas y los tiempos que se marcan en las rutinas de aprendizaje se convierten en el eje central que caracteriza las prácticas pedagógicas, y sobre las cuales se consolida la relación entre maestros y estudiantes. De tal forma que el tema al que hace referencia Perrenoud (1996) con relación a la “negociación entre maestros y alumnos” de alguna manera se ha sugerido y estudiando en el  campo de la didáctica. Esta, desde la mirada que ofrece este autor se comprende como:

El arte de enseñar, arte que se puede tratar de codificar, de racionalizar, de volver metódico. Los especialistas en didáctica, entonces, son metodólogos de la enseñanza, que adoptan una posición normativa, para responder a la pregunta sobre cómo enseñar una disciplina, noción o habilidad (Perrenoud, 2008, p.118).

Así, la condición según la cual el docente y su estudiante realizan formalmente una contrato didáctico reviste suma importancia, dado que refleja unas características necesarias para formalizar la acción académica que por excelencia ejecutan maestros y estudiantes con el fin de consolidar una relación de aprendizaje y construcción de conocimiento.

Otros elementos presentes en el ejercicio pedagógico

Evidentemente, alrededor de la práctica pedagógica se presentan otros elementos que configuran la apuesta pedagógica sobre la cual gira la acción docente. Por tal razón, se abordarán independientemente algunos elementos que hacen parte del complejo entramado que constituye la práctica pedagógica.

Currículos formal, real y oculto

La noción de currículo adquiere importancia en el ejercicio docente ya que en los planes de estudio y en la planeación de actividades que elaboran los docentes se visibilizan y plantean acciones conducentes a desarrollar competencias. De esta manera, el currículo dispone situaciones en las cuales están inmersos los actores implicados en los procesos de aprendizaje y enseñanza. Según Perrenoud (1996), en parte, aceptamos la definición de MUSGRAVE, para quien el curriculum puede identificarse con la sucesión de experiencias formativas preparadas deliberadamente por las organizaciones escolares… Esta definición no se refiere ya a lo que el maestro hace o dice, sino a las actividades suscitadas con la intención de instruir a los alumnos; lo que cubre no sólo la recepción más o menos activa del discurso magistral y el conjunto de mensajes escritos o audiovisuales tomados de otras fuentes y mediados por el maestro, sino también la serie de actividades y experiencias vividas en clase (p. 208).

De esta manera, se advierte una clasificación del currículo en tres dimensiones particulares presentes a continuación: en primer lugar, el currículo formal, que representa el plan de estudios, los contenidos, las nociones que se deben aprender-enseñar; en segundo lugar, el currículo real, en el que se manifiestan las experiencias y actividades potencialmente formadoras; en tercer lugar, el currículo oculto, en el cual figuran las experiencias formadoras que probable- mente no son tenidas en cuenta en los otros currículos. Un ejemplo de ello son los hábitos que el estudiante va formando. Perrenoud (1996) define el currículo oculto como el “aprendizaje del sentido común” (p. 217).

El currículo, desde la perspectiva presentada anteriormente, adquiere una importancia capital para el docente, pues se consolida como una herramienta a traves de la cual el docente visibiliza sus propias acciones y enuncia, de alguna manera, su expectativa con relacion al alcance de sus estudiantes. El currículo puede entenderse entonces como una propuesta que se realiza al estudiante y que configura su proyección en diferentes dimensiones de su aprendizaje.

Evaluación

Para llegar a pensar la evaluación se ha tenido que recorrer un camino largo y difícil, en donde muchas veces no se obtienen los mejores resultados, en especial por la preeminencia de las concepciones tradicionales.

En todo caso, la evaluación no es un fin en sí. Es un engranaje en el funcionamiento didáctico y, más generalmente, en la selección y la orientación escolares. Sirve a la vez para controlar el trabajo de los alumnos y para administrar los flujos (Perrenoud, 2008, p.13).

En efecto, así como en la vida cotidiana, en la escuela se ponen en evidencia las diferencias entre varios miembros de una misma comunidad o entre comuni- dades. En ese sentido, en los procesos evaluativos se aclaran las condiciones de esas diferencias, es decir, en estos se establecen parámetros comparativos de acuerdo a unos criterios y estándares consensuados, con el fin de determinar la calidad de los productos o acciones que elaboran las personas. “La evaluación regula el trabajo, las actividades, las relaciones de autoridad y la cooperación en el aula” (Perrenoud, 2008, p. 10). De la misma forma, en las actividades de aprendizaje que desarrollan los estudiantes se puede visibilizar quienes de ellos tienen aptitudes más desarrolladas y habilidades más interiorizadas, pro- moviendo de esta manera una continua comparación entre estudiantes. Aunque la situación que emerge plantea la distin- ción de procesos, personas y productos siempre el docente se encuentra frente a la expectativa de reconocer que su labor no es para algunos estudiantes sino para todos, lo cual exige su esfuerzo, disposición y dedicación. “Enseñar es esforzarse por orientar el proceso de aprendizaje hacia el dominio de un curriculum definido, lo que no sucede sin un mínimo de regulación de los procesos de aprendizaje en el curso del año escolar” (Perrenoud, 2008, p.102).

El resultado de dichas comparaciones es la identificación de quienes tienen mejor habilidad para leer, para dibujar, para las matemáticas, para expresarse, relacionarse, etc. y de acuerdo a ello se plantean estrategias con el fin de evidenciar, superar o disimular estas desigualdades. En todo caso, lo que se demuestra es que desde la escuela no se renuncia a orientar a los estudiantes en su trabajo y en sus aprendizajes sin dejar de formular implícita o explícitamente juicios de valor.

Otro ámbito del contexto en el cual se conforma la evaluación, coincide con mantener vigente el vínculo con la realidad actual. De esta manera, la evaluación “no impide adoptar nuevos medios de enseñanza, nuevos métodos de aprendizaje, nuevas tecnologías audiovisuales o informáticas. Esos cambios tienen algo en común: modernizan las prácticas pedagógicas sin cuestionar sus fundamentos” (Perrenoud, 2008, p.99). El docente, frente al carácter flexible de las condiciones en las cuales se desarrolla la vida, plantea su práctica pedagógica y construye medidas adecuadas para evaluar.

Desde otra perspectiva, la evaluación tiene que ver directamente con la relación formal del estudiante y el docente, y se moviliza alrededor de las expectativas planteadas por la escuela y acogidas o no por los estudiantes. Tanto las expectativas de los estudiantes como las de la ins- titución educativa se conectan o chocan en los procesos de aprendizaje de cada individuo, por tanto, la acción regulado- ra que emana de la evaluación permite una negociación a través de las cual se construyen relaciones educativas. Es allí donde la participación de la familia supone en los procesos de aprendizaje un funcionamiento positivo. La institución educativa reconoce el valor que tiene para el estudiante ser acompañando por su familia. Así, “la evaluación regula el trabajo, las actividades, las relaciones de autoridad y la cooperación en el aula y, por otro lado, las relaciones entre la familia y la escuela, o entre los profesionales de la educación” (Perrenoud, 2008, p. 10). De tal forma que no se puede en el ámbito escolar no reconocer el impor- tante significado que tiene para el estudiante ser adecuadamente acompañado. Igualmente, otra de las responsabilidades de la evaluación consiste en hacer evidente que los objetivos del sistema escolar coinciden efectivamente con los alcances del alumno y con las jerarquías de excelencia fabricadas por la escuela para expresar adecuadamente las cualidades desarrolladas por sus estudiantes. La evaluación escolar, a ejemplo de la supervisión médica o del control de ca- lidad de fabricación, se presenta como un dispositivo racional destinado a medir el progreso de los alumnos respecto a la asimilación del currículo,  porque el cometido de la escuela consiste en hacer aprender, como el del hospital es curar o, el de una empresa producir bienes o servicios (Perrenoud, 1996, p.174).

La evaluación como estrategia de verificación y cualificación de los procesos funciona por lo tanto dentro de conteni- dos al margen de áreas de conocimiento. De esta manera, la evaluación se relacio- na con las disciplinas en tanto que estas se conciben como espacios delimitados del saber, usados deliberadamente por las autoridades institucionales de la escuela (docentes, jefes de sección y coordinadores académicos) para orga- nizar los procesos de aprendizaje de los alumnos y a través de los  cuales se regulan y proponen los planes de estudio que consolidarán el currículo formal de la institución.

El carácter social de la evaluación como ente regulador supone  la aplicación de consensos que dan paso a procesos de negociación. En ellos están involucra- dos los diferentes actores del proceso educativo (estudiantes, familia, profesores, directivas) y están mediados por los juicios de excelencia como ayuda (no totalizante) que guía la determinación de una acción próxima a decidir. En este sentido, la evaluación, sin excluir la posible valoración que hace el estudiante de sí mismo, contribuye a la regulación de los procesos del aprendiz. “Al formar al alumno en la regulación de sus propios procesos de pensamiento y aprendizaje, partiendo del principio de que el ser humano, desde su primera infancia, es capaz de representarse, al menos en parte, sus propios mecanismos mentales” (Perrenoud, 2008, p. 148).

Se debe tener en cuenta en el proceso evaluativo el valor supremo que representa el mecanismo de retroalimentación que realiza el docente. En esta acción el estudiante formaliza y hace cons- ciencia no solo de contenidos, sino de acciones que privilegian o no su propio aprendizaje. En términos generales, sin la apreciación consciente del docente la evaluación cuantitativa de las acciones que realiza el estudiante pierde en gran parte su significado. Es necesaria “una regulación interactiva, es decir, de una observación y una intervención en tiem- po real” (Perrenoud, 2008, p.132).

“No es nueva la idea de que el aprendizaje y el desarrollo pasan por una interacción con lo real” (Perrenoud, 2008, p.147), así al interior de la práctica el docente debe suponer que la evaluación requiere de una serie de toma de deci- siones, que implican elecciones referidas a delimitación de contenidos, número de participantes que deben asumir una prueba, tiempos determinados y fechas en las cuales los exámenes pueden referenciar, de manera objetiva, los resultados obtenidos. En este sentido, el docente debe valorar diversas modalidades de aplicación de la evaluación, desde una perspectiva intuitiva hasta una condición más instrumentalizada de la misma. En este contexto, es importante que el enseñante conozca los límites de cada tipo de evaluación para poder ajustarlos a cada situación particular.

Evaluación normativa

Dentro de las innumerables experiencias que ha realizado la escuela se evidencian los diferentes mecanismos que ésta ha aplicado para regular los procesos de aproximación al conocimiento de sus estudiantes. Un esbozo inicial sobre estos mecanismos se ha constituido inicialmente dentro de lo que se conoce en la actualidad como evaluación normativa, uno de los mecanismos más utilizados en el enfoque propuesto por la escuela tradicional. Se entiende la evaluación normativa “en el sentido de que ella fabrica una distribución normal, o curva de Gauss. También es comparativa: los resultados de unos se definen con relación a los de los otros, más bien que a los dominios esperados o a los objetivos” (Perrenoud, 2008, p.83). Consiste en establecer unos objetivos esperados y a partir de allí elaborar comparaciones entre estudiantes; estas comparaciones determinan quienes tienen una mayor apropiación y alcance de los contenidos o las competencias esperadas por los docentes. A partir de estas comparaciones el docente propone unos resultados.

Para Perrenoud (2008) la evaluación normativa se reconoce como “la evaluación tradicional” (p.203) por excelen- cia. Como definición, corresponde a la revisión de una generalidad de procesos y no se estructura sobre la base de un control diferenciado. Es probable que en este tipo de evaluación emerjan juicios poco detallados y más generales sobre los procesos que realizan los estudiantes. En otras palabras, la evaluación normativa no favorece plenamente procesos individuales y no permite un diagnóstico particularizado de cada estudiante; se aplica de igual manera a todos los estudiantes de la clase, en el mismo momento y en las mismas condiciones.

Según Perrenoud (2008), “la evaluación tradicional no permite ejercer un control muy firme sobre la pedagogía de los docentes. Más bien normaliza, en alguna medida, su nivel de severidad” (p. 203). Al considerar esta afirmación, se resalta la manera como la evaluación normativa cumple parcialmente con las expectativas que las instituciones educativas se plantean. En términos generales, la eva- luación normativa difícilmente favorece la acción reflexiva que el docente puede realizar sobre las prácticas pedagógicas que él mismo adelanta. Así, los procesos de evaluación deberían no solo ocuparse de la regulación y valoración de las metodologías y actividades que emplean los estudiantes en sus avances, sino también de promover la observación que el mismo docente puede hacer de sus  propuestas pedagógicas.

Al imaginar el carácter limitado de la evaluación normativa, y lo que ésta implica en la acción formadora, resulta evidente cotejar otras posibles maneras de abordar y aplicar la evaluación. Según esto, Perrenoud (2008) propone una apertura a otros sistemas más singularizados y detallados:

El análisis de esos sistemas [el tradicional] muestra que, al hacer saltar el cerrojo de la evaluación tradicional, se facilita la transformación de las prácti- cas de enseñanza hacia pedagogías más abiertas, activas, individualizadas, y se hace más lugar al descubrimiento, la investigación, los proyectos, honrando mejor los objetivos de alto nivel, tales como aprender a aprender, a crear, a imaginar, a comunicar (p.86).

Desde este horizonte, el autor alienta a revisar otros procesos evaluativos y considerar otros mecanismos asociados a la evaluación, en el marco de unas políticas más personalizadas y potenciadoras del individuo.

Evaluación formativa

Desde el punto de vista teórico, la evaluación formativa se distingue porque otorga a los procesos de autorregulación un valor inaplazable. “Es formativa toda evaluación que ayuda al alumno a aprender y a desarrollarse. Dicho de otro modo, la que participa de la regulación” (Perrenoud, 2008, p. 135). La tendencia de la evaluación formativa conduce a tener en cuenta que, en un punto del proceso educativo, las secuencias de aprendizaje suponen el detalle de la regulación individualizada y diferenciada. En otras palabras, la evaluación formativa requiere del trabajo detallado y pormenorizado de cada proceso, por lo cual el docente determina los tiempos y guías que puedan favorecer la diversidad presente en el aula de clase. La evaluación formativa hace referencia a un mecanismo fundamental en el marco de regulación de acciones en función de dominios del estudiante. Esta disposición abre los horizontes del quehacer docente y ubica en primer plano el ejercicio consciente de la observación como un factor determinante en los procesos de aprendizaje de los estudiantes. En este sentido, Perrenoud (2008) pondera “a la observación en situación de los métodos de trabajo” (p.15) como un mecanismo de regulación del trabajo diferenciado.

Otro aspecto constitutivo e importante de la evaluación formativa está presente en la práctica de la retroalimentación. Esta se consolida como una forma de regulación y por lo tanto una manera de valoración formativa. En dicho ejercicio el estudiante accede a ser consciente de su propio proceso, de sus desarrollos y de sus alcances bajo la guía del docente que le acompaña. En este ámbito, el estudiante visualiza sus errores y alcanza de manera metódica y guiada, un lugar de inicio para corregir sus errores.

A propósito de la evaluación formativa y, a nivel general de la pedagogía del dominio, Mal (1988 a), citado por Perrenoud (2008), ha distinguido tres tipos de regulaciones: las regulaciones retroactivas, que sobrevienen al término de una secuencia de aprendizaje más o menos larga a partir de una evaluación puntual; las regulaciones interactivas, que sobrevienen a lo largo de todo el proceso de aprendizaje; y las regulaciones proactivas que sobrevienen en el momento de comprometer al alumno en una actividad o una situación didáctica nuevas (p.139). En concordancia con lo anterior, la evaluación formativa no dispensa a los docentes de poner notas o redactar apreciaciones, cuya función es la de informar a los padres o a la administración escolar sobre las adquisiciones de los alumnos y luego fundamentar las decisiones de selección u orientación. Por consiguiente, la evaluación formativa parecería siempre una tarea suplementaria, que obligaría a los docentes a ad- ministrar un doble sistema de evaluación (Perrenoud, 2008, p.17).

Ante las nuevas prácticas pedagógicas, es necesario replantear la urgencia de una evaluación más formativa, más integral; que responda a las necesidades, ritmos y proceso de aprendizaje de los estudian- tes. Esto facilita la transformación de las prácticas de enseñanza hacia pedagogías más amplias, activas, individualizadas y conducentes por tanto al desarrollo de metodologías centradas en la investigación y el descubrimiento. En esta perspectiva, se abre la posibilidad a que docentes y alumnos adelanten acciones en otras metodologías de aprendizaje alcanzando, probablemente, objetivos de alto nivel situados en procesos de reflexión metacognitiva, la creación, la imaginación y la comunicación. “La evaluación formativa introduce una ruptura, porque propone desplazar esta regulación al nivel de los aprendizajes, e individualizarla” (Perrenoud, 2008, p. 5). Igualmente, toda evaluación formativa debe ser continua, promover el mejoramiento de los aprendizajes y alcanzar su aplicabilidad en la vida cotidiana.  Esta exige un reajuste permanente de los contenidos y los ritmos de la enseñanza en función del trabajo y el nivel de sus estudiantes, de su participación, del nivel de comprensión y fundamentación que ellos manifiesten.

Por último, es relevante señalar que dentro del ámbito de la evaluación está considerado el proceso de autoevalua- ción referido por el estudiante. Dicho mecanismo aplicado de manera  com- prometida, aporta a la formación de la persona y favorece su aprendizaje. En el desarrollo de competencias metacognitivas, por ejemplo, el estudiante puede realizar reflexiones que le permiten hacer consciente la manera como apren- de en función de organizar su tiempo y optimizar sus esfuerzos. “Propongo considerar como formativa toda práctica de evaluación continua que pretenda contribuir a mejorar los aprendizajes en curso, cualesquiera sean el marco y la ex- tensión concreta de la diferenciación de la enseñanza” (Perrenoud, 2008, p.102).

Consideraciones finales

El fenómeno de la educación, en diferentes momentos de la historia y en diversas comunidades, se ha consolidado como un factor determinante en la construcción de las sociedades. Las preguntas que de allí devienen solicitan explicaciones que convocan a los diferentes actores sociales (academia, familia, iglesia, estado). En este contexto, y ante la contingencia de las circunstancias, se evidencia un crecimiento importante de grupos de investigadores comprometidos y motivados a dar respuestas al fenómeno, empleando diversas posturas en medio de reflexiones asociadas a campos de saber cómo la psicología, la pedagogía y la didáctica.

Desde las reflexiones que ha situado el autor Phillipe Perrenoud se alcanzan varias propuestas, no menos importantes, como el hecho de considerar en qué con- siste la profesionalización del docente. En este ámbito, se advierte una propuesta para los docentes e instituciones que estén dispuestos y dispuestas a ponderar un lugar consolidando en el ejercicio de la reflexión propia y la verificación continua aplicable al análisis que puedan realizar los docentes, valga decir, en el uso concreto de la metodología de la investigación acción.

Por otra parte, es importante contemplar la importancia que detenta la investigación en los procesos de formación de los docentes para consolidar sus prácticas pedagógicas. El recurso de analizar el desarrollo de su oficio en el aula de clase lo habilita a revisar con mayor autoridad y compromiso su propuesta teórica y práctica.  Así mismo, lo habilita para cumplir de manera más oportuna y justa la labor de ser docente y co-participe de la construcción de subjetividades dinámicas, competentes y habilitadas para el cumplimiento de las exigencias del mundo actual.

De la misma manera, coincidimos en la rigurosidad de la formación profesional de los futuros enseñantes y de quienes ya se encuentran en ejercicio. La garantía de que la escuela supere esquemas anacrónicos de enseñanza, y se adapte a las características del mundo del siglo XXI, depende en gran medida de contar con profesionales no solo con un gran conocimiento sino, sobre todo, con gran experticia, lograda como se ha visto en el ejercicio constante y permanente de su reflexión práctica.

En efecto, la idea de la que aquí hablamos no es otra que la que permite al enseñante y futuro enseñante constituirse en experto a partir de la reflexión que hace de su propia práctica, de manera que le permita contribuir en la formación de estudiantes como agente potencial que promueve el mejoramiento permanente de la educación y el desarrollo humano integral.

De igual manera, consideramos que pensar en un profesional con estas características hace creer que garantizará unas relaciones cada vez más democráticas en la escuela que apunten no solo al reconocimiento de las particularidades de quienes allí se asisten, sino además, en la posibilidad de pensar una flexibilización del currículo que tenga en cuenta dichas particularidades y sus necesidades específicas.

Por otra parte, es indispensable seguir profundizando en el campo de la evaluación como aspecto fundamental de mejoramiento de las prácticas educativas y pedagógicas, así como  su en su incidencia en los aprendizajes de los estudiantes. Para ello, es fundamental incentivar la formación docente en esta área y otras que redunden en el mejoramiento de las prácticas pedagógicas enmarcadas por la innovación y por la revisión permanente.

Finalmente, se considera fundamental el ejercicio reflexivo de la práctica pedagógica a través de la organización de comunidades interdisciplinares críticas (diálogo de saberes), en el sentido de grupos de pares que comparten proyectos comunes (concepciones sobre educación, enseñanza, entre otros), o no, que permitan un constante cuestionamiento o afianzamiento del significado de la labor docente.

Lista de referencias

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Meirieu, P. (2007). Frankenstein EDUCADOR. Bar- celona: Ed Laertes.

Perrenoud, P. (1996). Hacia un análisis del éxito, del fracaso y de las desigualdades como realidades construidas por el sistema escolar (2ª Edicion ed.). (J. Torres Santome, Ed., & P. Manzano, Trad.) Suiza: Ediciones Morata CL.

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______ (2010). Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar. Profesionalización y razón pedagógica. Barcelona: Ed GRAO.

Schön, D. (1992). La formación de profesionales reflexivos. Hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en los profesionales. Barcelona: Ed. Paidos.

______ (1998). El profesional reflexivo: cómo piensan los profesionales cuando actúan. Barcelona: Ed. Paidos.

 

Este documento fue tomado de www.revistaelastrolabio.com

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Irma María Arévalo González
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