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La educación en tiempos de la posverdad

Convendría pensar en una educación basada en la relación crítica consigo mismo, en la que se enfrenten ese anhelo humano de satisfacer las necesidades materiales inmediatas con la facultad de imaginar mundos posibles compartidos.

Noviembre 25, 2016

Entre las principales causas del triunfo de Trump, del brexit y del No, está el manejo que sus promotores hicieron de la posverdad. Este neologismo, que el diccionario Oxford eligió como la palabra del año, significa que la interpretación y comprensión de los hechos objetivos quedan subordinados a la manipulación y moldeamiento de las emociones y las creencias personales que realizan todas las personas que se ocupan en orientar y formar opiniones, las cuales van desde dirigentes políticos, pasando por periodistas y docentes, hasta llegar a padres de familia y todos los “amigos” que vociferan en las redes sociales. Su condición principal es presentar la verdad como algo equivalente con lo que se siente, con lo que es coherente con las creencias e imaginarios de un colectivo social, no con lo que ocurre en la realidad.

Desde que Nietzsche propuso que “no existen hechos, solo interpretaciones”, y toda la corriente filosófica denominada posmoderna asumiera este precepto hasta el punto de considerar que la verdad, ante todo, debe ser democrática, y propugnar que la idea tradicional “positivista” de verdad como correspondencia objetiva con los hechos, no es más que una metafísica que todavía cree en leyes sociales universales que, en última instancia, quieren imponérsenos a todos como leyes naturales. Desde este punto de vista, la verdad debería entenderse no como un problema de correspondencia sino de consenso, y, por tanto, se debería tomar en consideración que las interpretaciones colectivas, la construcción de paradigmas compartidos, o de algún modo reconocidos, es el mayor desafío de la verdad en un mundo plural y globalizado.

Evidentemente que no les falta razón. La sociedad contemporánea se ha ido estructurando sobre normas y leyes que operan de la misma forma como se aplican a un grupo de jugadores, en los que, con relativa discrecionalidad y dependiendo del grado de poder de que dispongan, pueden cambiar las reglas del juego, y, en consecuencia, los criterios de verdad. Esta analogía del juego con los procesos sociales tiene ya una larga tradición y arraigo en las ciencias sociales y la filosofía: la teoría de los juegos del lenguaje de Wittgenstein, la concepción lúdica de la cultura de Huizinga, la teoría de los juegos en la conducta económica de Neumann y Morgenstern, los juegos rituales en las instituciones públicas de Goffman; solo para mencionar las que más impacto académico han tenido.

Al asumir el mundo como un juego -ya sea como una partida de ajedrez, un partido de fútbol o una partida de póker-, la vida cotidiana se transforma en un río contaminado y embarrado en el que todos los días se lavan engaños, artificios, disfraces, tramas, conspiraciones, imposturas y otras virtudes contemporáneas; y la prosperidad de los individuos queda subordinada a las estrategias de los jugadores y su capacidad de “cañar” o “blufear” en el momento indicado. No es casual, entonces, que la posverdad se sustente sobre el denominado pensamiento estratégico, en el que la verdad depende de los beneficios que pueda tener para el individuo, y, por tanto, el truco de todo está en cómo aprender a jugar.

Pero no todas las concepciones de la vida social como juego son horribles o antiéticas. En primer lugar, se demuestra que los seres humanos estamos más regidos por normas -asì sean deleznables y coyunturales- que por fuerzas oscuras o inconscientes. En segundo lugar, al requerirse de estrategias para el cumplimiento y acatamiento de las normas, dichas estrategias pueden convertirse en planes de acción y horizontes de significado que no solo pueden ser beneficiosas, sino que, como dice Clifford Geertz, pueden crear “pequeños universos de significado en los cuales algunas cosas puedan hacerse y otras no”. Y finalmente, el uso de estrategias para ganar en “el juego de la vida”, requiere que el individuo se agencie a sí mismo y, en consecuencia, se autorregule y se autocritique, lo cual coloca el problema de la verdad consigo mismo como núcleo del desarrollo moral y de la ética ciudadana.

La educación en tiempos de la posverdad no toca solo la dimensión ética y política, sino también la científica y la estética. Piénsese en la manipulación que se hace, por ejemplo, pese a la contundencia de los datos científicos, de la desestimación del cambio climático o la capa de ozono; o de la exaltación mediática de obras de arte que, dada la relación de sus autores con empresas o instituciones públicas o privadas, se sobredimensionan, pero en realidad no son más que expresiones promedio con pretensiones puramente económicas.

Convendría, entonces, comenzar a pensar en una educación basada en la relación crítica consigo mismo, en la que se enfrenten ese anhelo humano de satisfacer las necesidades materiales inmediatas con la facultad de imaginar mundos posibles compartidos; en la que la reflexividad trascienda la apariencia, la tozudez, y en muchas ocasiones, la vulgaridad de la realidad tal y como se nos revela a los sentidos; en fin, una educación en la que volvamos a jugar como juegan los niños: con toda la seriedad, la transparencia y el respeto por las normas, pero también, por el simple placer de ser ellos mismos mientras juegan.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Escrito por
Doctor en Educación. Magíster en Sociología de la Educación
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Irma María Arévalo González
Gran Maestro Premio Compartir 2002
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