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El valor y el poder de las palabras

El amor por el conocimiento y la obsesión por la ortografía revelaron la dedicación del profesor Viera por formar a los ciudadanos del mañana

Mayo 21, 2015

Con puntualidad inglesa, abría la pesada puerta azul de metal y la cerraba con un fuerte golpe, para notificarnos que había llegado el maestro. Entraba, y encima del escritorio que le servía de torre de control, depositaba un pesado maletín del que sacaba un pequeño libro verde, con una extraña figura en la carátula, cuyo título rezaba Dictados ortográficos.  Sin mirar a sus jóvenes estudiantes, abría el libro en cualquier página y con su gruesa voz de acento pastuso pronunciaba tres palabras que ponían a temblar a más de uno de nosotros: “Papel y lápiz”.  El sorpresivo examen consistía en un corto dictado que debíamos escribir en una hoja, para luego descomponer cada una de sus palabras con el más exigente lujo de detalles.

Me parece ver al profe Rafael Viera salir del salón de clases, caminando lentamente, soltando una sonora carcajada como respuesta al comentario de alguno de mis compañeros -¿o mío?- sobre lo dura que había estado la prueba, y con la tranquilidad de saber que nos había dado una buena lección de lo rica que es nuestra lengua española y de lo importante que era conocerla en lo más profundo de sus orígenes.

Cuánta razón tenía el profesor Viera, quien con su calidez y sus consejos por fuera del salón de clases, y su desbordado entusiasmo a la hora de dirigir el equipo de fútbol del curso -que competía contra los equipos de otros cursos, y más adelante de otros colegios-, se convertía en un incomparable amigo y consejero. Es el vívido recuerdo que tengo de mi maestro. Él sabía imponer su autoridad de puertas para dentro en las gélidas aulas del San Carlos, pero se entregaba a sus estudiantes con la mayor informalidad y dedicación en los corredores y prados del colegio.

Era el profesor de castellano en primero de bachillerato, pero también lo fue de matemáticas y más adelante de álgebra, con el mítico texto de Baldor en la mano. Y así como sufría con sus muchachos en el campo de fútbol, le preocupaba la suerte de cada uno de sus estudiantes en el desempeño académico. A él le debo mi obsesión por la ortografía, por consultar un diccionario cada vez que surgía una duda, por conocer el valor y el poder de la palabra.

El profe Viera dejó una imborrable huella en mí. Como debe dejarla todo buen maestro que ame su oficio y conozca el profundo alcance de su misión en la formación de los ciudadanos del mañana. 

Rafael Santos

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