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Seguire enseñando con mayor convicción en lo que hago

El año pasado participé por primera vez. No llegué muy lejos, pero, además de animarme y de darme nuevas ideas, la retroalimentación me permitió trabajar sobre las deficiencias.

Octubre 27, 2014

Si no recuerdo mal, yo cursaba octavo semestre de la licenciatura cuando me enteré de la existencia del Premio Compartir al Maestro. –Algún día participaré en ese concurso- pensé. Luego imaginé ganarlo y me ilusioné tanto que empecé a investigar cuáles eran los parámetros para concursar y las experiencias de los profesores que participaban en él. Me encontré con propuestas que no intentaban deslumbrar: propuestas sobre actividades sencillas, pero que trascienden, que van más allá del trimestre, que generan cambios y que transforman la vida de los estudiantes y de la comunidad.

El año pasado participé por primera vez. No llegué muy lejos, pero, además de animarme y de darme nuevas ideas, la retroalimentación me permitió trabajar sobre las deficiencias. Mi proyecto tenía impacto y una visión bastante clara, pero el documento escrito no globalizaba la idea. De hecho, lo minimizaba. Para mejorar esta parte escrita asistí a dos “Encuentros de Grandes Maestros”, talleres organizados por la Fundación Antonio Puerto (auspiciados por la Fundación Compartir). Allí nos presentaron los parámetros de la escritura y la mejor fórmula para escribir el texto. Inmediatamente me puse a trabajar. Borré, volví a comenzar sobre lo que ya tenía y me inscribí. Se lo leí a mi esposa, lo replanteé las veces que fue necesario y luego se lo enseñé a mis colegas. El día que envié el documento final estuve toda la mañana y la tarde reescribiéndolo con mi hijita de nueve meses en mis brazos, que me miraba y me daba fuerzas. Por eso digo que ese texto lo escribimos juntos.

Cuando me enteré de que había quedado entre los cincuenta seleccionados para ser visitados en su institución educativa me sentí ganador. Sí, aun cuando desconocía el largo y emocionante proceso que aún me esperaba. Cuando fueron a visitar el colegio, los emisarios hablaron con los directivos, con los padres de familia y con los estudiantes. Entraron a las clases y adelantaron una investigación muy rigurosa. Yo estaba contento, pero nervioso, muy nervioso: estaba siendo examinado minuciosamente, de modo que cada cosa que hacía iba a ser evaluada.

Luego, en una noche cualquiera, me encontraba en casa comiendo con mi esposa y mi cuñada, cuando revisé el correo: me encontré con el mensaje que decía que había quedado entre los veinte nominados. Nos alegramos mucho. Ahí empezó la etapa de soñar: ¿Y si quedo entre los finalistas? ¿Y si gano el Premio? Poco después, en las semanas previas a la ceremonia, me informaron que debía llegar unos días antes a Bogotá, pues era uno de los finalistas y debía sustentar mi propuesta ante un jurado. Uy, eso fue tremendo. ¡Ya estaba entre los ocho!

Fue entonces cuando llegué a Bogotá. Allí viví días maravillosos. El primer día nos reunieron para ensayar y conocer las propuestas de los demás. Los proyectos eran todos muy sólidos, muy bien trabajados, con enfoques distintísimos. Cualquiera de los que estábamos allí podía ganar. Fue realmente emocionante ver tanto compromiso por parte de varios colegas, porque en Colombia tenemos profesores excelentes. Aunque ya lo sabía, ésta fue la manera de corroborarlo. Pronto surgió un espacio de apoyo entre nosotros, un espacio de construcción bonito en el que nosotros éramos los mismos jurados y nos ayudamos a preparar el discurso.

Al día siguiente tuvo lugar la sustentación oficial. En un principio se presentó como algo más académico, pero a medida que los compañeros fueron pasando se fue creando un ambiente más amable. Cuando fue mi turno ya los jurados habían cantado con una compañera de Medellín y el viceministro ya había entonado un vallenato. Entonces, en ese ambiente alegre, de camaradería, yo pasé al estrado. No canté, pero siento que expuse de una manera tranquila y sencilla. Al terminar hubo aportes y preguntas que complementaron la exposición.

Y así, entre compañeros, propuestas y emociones, llegó el 8 de mayo, día de la ceremonia oficial. Nos pusimos las togas rojas en los camerinos del teatro Roberto Arias Pérez y cantamos. Las risas de las compañeras de la Costa y de Medellín, que entonaban canciones de sus regiones, nos fueron quitando los nervios. Alrededor de la misma mesa estábamos sentados los finalistas. Cuando llegó el momento de que anunciaran los ganadores todos estábamos nerviosos, pero muy contentos. En esos segundos, justo antes de que el vicepresidente dijera mi nombre, esos segundos que ahora intento recordar y me vuelven los nervios, me preguntaba ¿Quién será? ¿Quién? ¿Quién? A mi lado, la profesora de Medellín me miró y me dijo: -es usted-. Ángel Yesid Torres- dijo el vicepresidente. –Premio al Gran Maestro-. El piso se movía, por mis pies subían decenas de hormigas que llegaban hasta las rodillas. Qué calor hacía allí adentro. Y se vino la ráfaga de aplausos y miradas. Cuando logré recomponerme le di un súper abrazo a cada uno de mis compañeros y me fui caminando, creo, al frente. Di las gracias a Dios y a mi familia, a esta profesión. Hablé de nuestro servicio en la construcción de un mejor país y de la necesidad de darle a los maestros el lugar preponderante que merecen dentro de los procesos y transformaciones sociales. Me llevaron por unos pasillos y de repente estaba afuera del teatro recibiendo abrazos y tomándome fotos con todo el mundo. Yo buscaba a mi familia, intentaba buscarla entre la gente. Cuando logré encontrar a mi esposa solté a llorar. Qué alegría. Y qué emoción cuando vi a mis maestros, Marco Raúl Mejía y Mauricio Pérez, allí: qué alegría saber que quienes tanto me habían enseñado ahora me felicitaban. Este premio representa a todos los profesores que me formaron y enseñaron desde niño.

El lunes yo ya tenía que regresar al colegio. La vida tenía que seguir su curso normal, pero mis compañeros tenían un plan. Uno de ellos se encargó de hacerme llegar tarde: se inventó un sinfín de disculpas por el camino, todo para hacerme parar acá y allá. Yo iba muy afanado, hasta que cuando estaba a unos pocos kilómetros del colegio empecé a ver una fila de carros trancados y mucha gente sobre la vía. Estaban los del Consejo, los de la Secretaría, los padres de familia, todos celebrando y echando pólvora. La gente salía de sus casas batiendo banderas de Boyacá. En el colegio me esperaba una calle de honor, con todos los chicos formados saludándome.

-¡Gracias por mostrarnos el camino! ¡Usted es un gran ejemplo, profesor!- me decían los chicos que están conmigo en robótica. La emoción que sentía al escuchar esas palabras era tan grande como mi compromiso con ellos. Con una estudiante habíamos llegado a una especie de acuerdo. Si yo no ganaba el premio, ella lo ganaría en un futuro. Al verme llegar ese día me dijo: -Felicitaciones, profesor, usted se lo ganó este año y yo, yo también me lo ganaré cuando me toque-.

El gran mérito de este premio es el reconocimiento de la práctica de uno mismo, la cualificación de sus propios proyectos, la reflexión sobre la profesión. Y entonces, ¿qué viene ahora? Seguiré enseñando con mayor convicción en lo que hago: seguiré preparándome para darle a los niños de primaria un Gran Maestro.

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Melva Inés Aristizabal Botero
Gran Maestra Premio Compartir 2003
Abro una ventana a los niños con discapacidad para que puedan iluminar su curiosidad y ver con sus propios ojos la luz de la educación que hasta ahora solo veían por reflejos.