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De Clemente Forero Pineda para José Luis Villaveces Cardoso

El Canciller de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas rindió unas palabras precisas para José Luis Villaveces, el académico que luchó por la ciencia en el país. Las reproducimos.

Enero 23, 2019

Me siento muy honrado, agradecido y obligado con tu familia, José Luis, porque me pidieron decir unas palabras en tu despedida. Reconozco con modestia mis limitaciones para una tarea como ésta, especialmente porque los sentimientos suelen dejarme literalmente sin palabras. Por eso, he escrito textos sobre los amigos comunes que hemos tenido y se han ido, pero esta es la primera vez que hablo en una despedida. Cuento por ello con tu comprensión, que estoy seguro tendré, y con la paciencia de los presentes para perdonar esos sentimientos rebeldes y esos eventuales silencios.

Todos los que estamos aquí tenemos historias que contar sobre lo que compartimos contigo, José Luis. Por mi parte, trataré de expresar, en tres páginas como te gustaba, lo que siento sobre la amistad de un poco más de 33 años que nos unió.

Si bien nos conocíamos por referencias y nos encontrábamos en las coloridas y reflexivas asambleas de profesores de ésta, nuestra Universidad Nacional, llegaste un día a mi oficina de la Facultad de Ciencias Económicas a proponerme pensar cómo incorporar la economía en el Doctorado de Química que estabas promoviendo y armando. Salí por un momento de un Consejo que atendía, pensando que sería un asunto corto, pero conversamos durante casi cuatro horas. Empezamos por el tema que traías, pero pronto pasamos a nuestras visiones de la pedagogía, a la pasión que compartíamos por la investigación, y a la importancia de tener doctorados en nuestro país.

De esa reunión resultaron muchas conexiones, visiones de la vida y complicidades. Por ello, cuando llegué a Colciencias, sabíamos tú y yo que serías el principal miembro de nuestro equipo.

Lo cierto es que, desde tu primera participación en el seminario que definiría el rumbo de la política de ciencia y tecnología, todos los demás detectamos tu espíritu crítico como pocos, tu agudeza y tus vastos conocimientos en muchos campos de la ciencia. También descubrimos tu honestidad intelectual, tu coherencia, tu lógica contundente y el rigor de tu pensamiento. Como le he confesado a algunas personas, coordinar y dirigir ese grupo de pensadores notables sobre la ciencia me obligaba a trasnochar, tratando sin éxito de anticipar las preguntas que seguramente harías al día siguiente.

En pocas semanas trabajando juntos, descubrimos que tus conocimientos trascendían tu disciplina de químico a secas, de la que te sentías orgulloso, nunca supe si en serio o tomándonos del pelo. Muchas veces te escuché contradecir a físicos y a biólogos sobre sus campos de especialidad, aunque siempre con respeto y con una pizca de humor, que a todos ellos les robaba sonrisas.

Bromeabas acerca de las diferencias entre las ciencias básicas y las sociales, pero era increíble tu capacidad de preguntar lo fundamental acerca de estas últimas, y de obligarnos a economistas y sociólogos a pensar nuestras respuestas. Promoviste y participaste en un seminario sobre filosofía de la ciencia, el seminario de los miércoles. Ese día, madrugaban unas cuantas mentes brillantes de nuestro país a reunirse contigo y con Luis Carlos Arboleda, alrededor de Kuhn, Popper, Foucault y otros posmodernos.

Pero el José Luis Villaveces que conocimos los que hoy te acompañamos comenzó a revelarse ante nosotros cuando empezaste a hablarnos de las conexiones entre la ciencia y las demás formas de la cultura. Entonces, por tu iniciativa, dimos algunos tímidos pasos en las tierras de nadie que las divisiones en compartimentos del Estado dejan huérfanas: la música, en sus exploraciones más audaces era una de ellas; la ciencia ficción era otra. Tu pasión por el conocimiento era algo que te venía de niño, como cuentan tus compañeros del Cervantes; y lo cierto es que tu mundo se extendía permanentemente, porque nunca dejaste de ser ese niño curioso y atrevido que sorprendía a los frailes del colegio. Años después, disfrutarías como nadie ese hervidero creativo que eran las reuniones de Cuclí, dirigidas por Magola Delgado, de las que salían preciosos posters y cartillas de ciencia para niños, materiales coloridos que viajaban hacia las escuelas de todo el país.

Fuiste sin duda un personaje renacentista; además de tu versatilidad en las ciencias, tenías una facilidad increíble para motivar a los empresarios innovadores de nuestro país; ciencia, tecnología, innovación, creación eran para ti ventanas al mismo universo del conocimiento. Pero, antes que nada, fuiste un maestro. Sí, eras un dirigente de la comunidad científica de Colombia; pero, como dirigente, eras un maestro; y como maestro, eras un padre. Porque al lado de tu fuerza creadora, aquella que te llevó -­‐ entre muchas otras realizaciones -­‐ a ser un pionero de la química teórica, y al lado de tus conocimientos e intereses sin límites, siempre fuiste un ser humano excepcional. En medio de los avatares de dirigir la política de ciencia y tecnología, o el Observatorio, o la Secretaría de Educación, o la Vicerrectoría de Investigaciones de los Andes, conservaste a tus estudiantes doctorales.

Y que nadie lo dude: tenías las prioridades bien puestas; ellos eran tu prioridad, y por ello los citabas a imposibles horas de la madrugada. Compartías con ellos; eras generoso como nadie con tu conocimiento y con todo lo que tuvieras. Cuando fue necesario, les diste lo que otros y tú mismo pensábamos que la sociedad o el Estado debían garantizarles a todos los estudiantes para que alcanzaran sus sueños. Todos te amaron como a un padre, y hoy te están acompañando aquí, y desde muchos lugares de Colombia y del mundo.

José Luis: también fuiste un maestro a gran escala, la escala de la comunidad científica de Colombia; nos enseñaste a trabajar en grupos. Algunos de quienes hoy te acompañamos venían trabajando en grupo desde antes, por instinto e informalmente, o porque lo habían aprendido en otras latitudes; tú le explicaste a la comunidad colombiana la racionalidad de la investigación gregaria; formalizaste la institución de los grupos de investigación y le diste legitimidad; nos enseñaste a medirlos; los mediste tú mismo, desde el Observatorio Colombiano de Ciencia y Tecnología que promoviste y dirigiste. Alguna vez quisimos ponerle nombre a esa estrategia que tú siempre pregonaste y la bautizamos con alguna pretensión poética, “Solos, no alcanzaremos las estrellas”. A mi modo de ver, éste fue uno de los cambios culturales más importantes de la ciencia colombiana en las postrimerías del siglo XX.

Tú respirabas ciencia. A tu alrededor, todo se convertía en reflexión científica o ética, o en creación. Tus hijos, vinculados a la ciencia desde muy distintos ángulos, son muestra de la irradiación luminosa de conocimiento y curiosidad infantil que se vivía alrededor tuyo.

Quienes pudimos gozar de tu amistad disfrutamos de tu agudeza; de tu humor blanco, pero sobre todo del negro, que hicieron que algunos te llamaran el Doctor Terciopelo; de tus dardos y de tu ironía, de los que muchas veces yo fui la diana; pero, a menos que aquí haya testigos de lo contrario, estarás de acuerdo en que nunca me sentí ofendido. Eras un amigo con el que los amigos se entendían; podíamos repartirnos contigo la escritura de un texto en un avión para llegar directamente a pegar partes y leerlo en pantalla, porque adivinabas nuestro pensamiento y lograbas que todo quedara perfectamente ensamblado.

Y fuiste un amigo con el que teníamos discusiones interminables, que volvían siempre; algunas de las nuestras quedaron inconclusas, como aquella de si debemos hablar de ciencia o de ciencias. Te confieso que en algunas yo no pretendía convencerte, pero me encantaba despertar tu agudeza y oír siempre nuevos argumentos para aprender de ellos. Estoy seguro de que tú lo sabías, porque me explicabas con paciencia.

Eras sabio y escuchabas más que aconsejabas, cuando acudíamos a ti. Siempre admiré tu carácter y, por encima de todo, tu bondad y tu generosidad. Cada uno de los aquí presentes, estoy seguro, puede dar testimonio de esa bondad y de esa generosidad sin límites. En ti, carácter, bondad y generosidad eran inseparables.

Nos enseñaste a ser serenos en los momentos difíciles. Tu paso por la Secretaría de Educación, en donde acompañaste a un gran amigo tuyo, te dio grandes satisfacciones, como la de ordenar que los colegios no excluyeran a las adolescentes embarazadas; o la de promover la digitalización y la participación ciudadana en escuelas y colegios, acompañado de Jaime Tabares. Pero también tuviste momentos difíciles, que viviste con una sonrisa en los labios. Te reías contándome que tenías que defenderte de más de 900 tutelas.

Al final, la vida te puso la prueba más difícil. Una prueba que pocos enfrentarían con el valor y la disposición a luchar que tú nunca perdiste. En esa lucha, José Luis, también fuiste nuestro maestro. Y quizá por eso y para compensar, la vida te dio una compañera formidable, valiente como ninguna, con una inmensa fortaleza y llena de amor por ti; te dio unos hermanos que, a tu lado, consentían al niño que siempre fuiste para ellos; unos hijos y nietos adorables que reajustaron sus vidas para disfrutar de tu compañía; y los hijos y el nieto de Magola que, desde la distancia, estuvieron siempre contigo. Todos ellos te hicieron más liviana tu pesada carga.

Me siento premiado, porque me regalaste mucho en tus últimos días. Hace alrededor de un mes, escribimos contigo y otros dos amigos un documento de reflexión sobre lo que fue la primera Misión de Sabios. Apenas el domingo pasado, me recomendaste escuchar el cuarteto para cuerdas y helicóptero de Stockhausen, para alimentar esa afición que por décadas compartimos por la música contemporánea, una de las muchas aficiones culturales que tú tenías. En presencia de Magola y Marta María, rememoramos nuestras lecturas existencialistas de cuando teníamos 15 años. Y el último día, en los últimos minutos de tu compañía, nos regalaste tu lucidez, tu serenidad y tu ingenio. Nos tomaste de sorpresa, pero te fuiste en paz, maestro, con las caricias de Juanita. Aquí estamos todos acompañándote y despidiéndote; diciéndote que, en medio de nuestra tristeza, somos felices por haber podido disfrutar lo que nos diste y lo que compartimos.

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Irma María Arévalo González
Gran Maestro Premio Compartir 2002
Ofrezco a cada uno de los alumnos un lápiz mágico y los invito a escribir su propia historia enmarcada en los cuentos y leyendas de su cultura indígena.