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El liderazgo pedagógico y el oficio del directivo docente

Los grandes y pequeños buques que llevan a los seres humanos desde los puertos de la primera infancia hasta las playas de la vida adulta son los colegios. Y quienes guían son los rectores.

Agosto 6, 2018

En una memorable jornada de trabajo con rectores de los colegios oficiales se nos ocurrió que una metáfora muy ilustrativa de lo que podría ser un camino para comprender el rol de los rectores es el oficio del capitán de barco.

Tiene que aventurarse en el océano inmenso e incierto con una tripulación que generalmente no ha sido elegida por él, en una nave de características determinadas que debe cumplir un itinerario en un cierto tiempo bajo condiciones muchas veces impredecibles. La responsabilidad que se le encomienda es transportar un grupo de personas con seguridad de un lugar a otro durante un trayecto de varios días o semanas.

Cabría entonces preguntarse por las características de quien debe guiar el viaje. En las novelas románticas de los veleros mercantes del siglo XVIII se acuñó la descripción de los grandes capitanes de bergantines, galeones, navíos y fragatas como “lobos de mar”.

Todos ellos, fueran civiles dedicados a garantizar el comercio entre Europa y las colonias, militares que transportaban ejércitos y conquistadores o piratas que infestaban los mares en busca de tesoros, tenían en común su capacidad de descifrar los vientos, leer las estrellas, coordinar el trabajo de sus tripulaciones, sortear las tormentas, asegurar el buen estado de sus buques en medio de los imprevistos y mantener el rumbo a lo largo de semanas. Por eso cuando partían se les deseaba “buen viento y buena mar”. Necesitaban dos cosas fundamentales: conocimiento y liderazgo. Y, además, buena suerte.

No puede uno imaginar una de esas travesías sin un capitán capaz de controlar a su tripulación y coordinar los esfuerzos de todos para aprovechar de la mejor manera las condiciones del clima, decidir el momento apropiado para izar o arriar las velas, regular la comida y el agua para asegurar la alimentación durante todo el viaje, resolver los conflictos entre marineros usualmente pendencieros y armados de herramientas y cuchillos y tomar decisiones drásticas ante imprevistos y averías en la nave.

No hay duda de que el liderazgo, que es esa particular capacidad de combinar la admiración con la autoridad, era la condición fundamental para ofrecer seguridad a un puñado de gente que se lanzaba a la inmensidad del océano sin más apoyo que el de una frágil embarcación y un jefe.

La pregunta sobre el mando sigue vigente: ¿Podría entregarse la conducción de un buque a cualquier profesional recién egresado de una maestría universitaria? ¿Existirá un curso de capacitación que garantice que con el título universitario se puede uno lanzar con 30.000 toneladas de petróleo al Mar del Norte? ¿Bastarán un par de años de experiencia profesional para comandar un crucero con tres mil turistas y más de quinientos tripulantes?

Es apenas obvio que la respuesta a cualquiera de estas preguntas es negativa. A nadie se le ocurriría que semejantes responsabilidades puede asumirlas cualquiera. Se necesita mucho más que esos requisitos académicos. Un capitán de barco actual está sometido a muchos condicionamientos legales, debe acreditar conocimientos y experiencia de manera gradual, debe acumular muchos años de práctica y seguramente debe dominar varios idiomas.

También existen manuales de funciones que determinan su contrato laboral, protocolos de mando, organigramas y leyes internacionales que regulan su desempeño. Pero antes que nada, y a pesar de los nuevos contextos en que se realiza su misión, debe destacarse por un liderazgo que le permita tomar decisiones en el momento adecuado para mantener el rumbo y garantizar la seguridad.

Podríamos concluir, por ahora, que la única manera de asegurar que el transporte marítimo del mundo funcione es contando con los mejores capitanes de barco que sea posible. Ellos, al final, son los responsables de lo que ocurra entre el momento de la partida de un puerto hasta la llegada a su destino.

Nadie está por encima de ellos en las decisiones que dan seguridad al trayecto. Desde luego, tienen jefes, están sujetos a reglamentaciones, pueden recibir apoyo de tierra y, eventualmente, pueden recibir instrucciones que les obliguen a cambiar de rumbo por diversas razones, pero aun así son ellos quienes determinan la maniobra, quienes comandan la tripulación y quienes se entienden con las autoridades.

Los grandes y pequeños buques que llevan a los seres humanos desde los puertos de la primera infancia hasta las playas de la vida adulta son los colegios. Y quienes guían ese viaje de diez a doce años son los rectores de los colegios.

Es claro que la vida humana, la multitud de vidas humanas que se encomiendan a su cuidado están sujetas a una inmensa incertidumbre. Nunca sabremos lo suficiente sobre corrientes y tempestades, siempre será difícil acomodarnos en ciertos momentos de zozobra, es imposible prevenir todos los accidentes o aprovechar todas las oportunidades, pero aun así es inevitable hacer el camino y para ello se requieren grandes líderes capaces de descifrar los signos del tiempo, las condiciones de la naturaleza humana, las posibilidades del conocimiento.

Desde luego los colegios están sujetos a normas, existen manuales de funciones para sus directivos y maestros, hay procedimientos y protocolos, pero nada de eso sustituye la responsabilidad suprema de llevar el buque a puerto seguro.

Si a los rectores se los reduce a obedecer órdenes de fuera, se prescinde de su conocimiento y su experiencia, se los condena a ser tramitadores de papeles y llenadores de formularios, la travesía de la infancia a la madurez será un transcurso sin guías y sin responsables. Donde no está ese capitán en quien se confía, los motines y los desórdenes serán frecuentes y el riesgo de naufragio aumentará peligrosamente.

 

Lea el contenido original en la página web de la Editorial Magisterio.

 

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