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Instrucciones para enamorarse de la jornada única

Mientras las condiciones de muchos colegios en Colombia sean paupérrimas, la jornada única será un planteamiento utópico y desarraigado de la realidad.

Abril 21, 2016

Sin baños, sin agua, sin recursos, sin libros, sin onces, sin comida; sin salarios. Sin enfermeras o espacios adecuados para la recreación, el deporte, o el más mínimo acceso a la cultura. Sin psicorientadora. Sin cocina en donde preparar una agüita para el dolor de estómago. Sin una papelería cerca, o una droguería. Sin transporte escolar. Sin salones y pupitres cómodos. Sin vigilancia o presencia policial. Esa es la idea de la jornada única en miles de colegios del país. Estudiantes que cuando tienen sed consumen agua no potable directamente de las tuberías (si es que hay agua). Estudiantes a merced del microtráfico o que aguantan hambre a lo largo del día y que no rinden en los estudios porque es claro que “nadie puede ser sensato con el estómago vacío”, es claro que George Eliot tenía razón y nadie puede pensar con el estómago vacío, aunque Gina María y,  miles de directivos, que se volvieron piezas claves en el engranaje de la aplicación de esas discutibles políticas educativas, digan lo contrario.  

Esos burócratas que integran la comisión de sabios y que dirigen la educación de nuestro país toman agua embotellada, llegan al trabajo en sus carros con chofer o en carros solicitados a través de la plataforma Uber; asisten a desayunos de trabajo, almuerzan en los mejores restaurantes; empleadas vestidas de mucamas les llevan tinto o agüitas, o agua con gas o sin gas. Si a sus hijos, que estudian en colegios privados, se les rompen los zapatos, les compran unos de inmediato. Seguramente envían a la empleada de servicio o a algún guardaespaldas a hacer las compras. Si se les rasgan los uniformes, les compran uno nuevo; si les piden un libro en el colegio, se lo compran nuevo y original, no lo tienen que comprar pirata, o de segunda, o no tienen que fotocopiarlo, ni descargarlo de internet. Sus hijos se enteran de lo que pasa en el país porque sus padres tienen suscripciones a Semana, El Tiempo y El Espectador. Tienen internet en sus casas,  en sus celulares y en sus colegios. Si estando en el colegio sus hijos se enferman, se caen o se cortan, la enfermera los atiende; es poco probable que haya compañeros de sus hijos que tengan una “olla” en el campus, o que se encuentren amenazados por los jíbaros del sector. Tienen papelerías adentro del colegio, o a través de la tablet pueden leer la última columna de Antonio Caballero, o la de Daniel Samper Ospina.

Estos burócratas que manejan la educación de Colombia se preguntan,  indignados, sobre las razones por las cuáles muchos profesores de esos colegios públicos cuestionan la jornada única (y otras tantas de sus brillantes ideas); o las razones por las cuales muchos de esos colegios no funcionan como funcionan los colegios privados en los que ellos estudiaron, o en los que pusieron a estudiar a sus hijos.

Se les olvida la pensión que pagan y los recursos con los que cuentan estos planteles-negocio. Si cada colegio público contara con esos recursos, sin filtros de corrupción, sin contratos amangualados, y si se le pagara a los docentes lo que se merecen, y si lograran comprender que la lucha contra la pobreza mejoraría el nivel educativo de los estudiantes, sería otro el cantar.

Si estos sabios pensaran en que a veces cuando un docente evalúa, evalúa también la calidad de vida de los estudiantes y el nivel socioeconómico de sus familias, quizás, a lo mejor, se dedicarían a sacar decretos que los regulen a ellos mismos, a esa prole de burócratas que se lucran del Estado.

Ningún maestro está en contra de la jornada única, pero no hay infraestructura ni salarios justos. Y además no se escucha a los protagonistas de esta historia: a los docentes.

Mientras tanto, en esos otros países de Colombia, que estos burócratas no conocen, miles de estudiantes y docentes están sin internet, sin computadores que funcionen, sin buenas bibliotecas, sin sicólogos, sin enfermeras (todo el día en el colegio y sin una enfermera); les dan unas onces vergonzosas (cuando llegan) y calman su sed con agua no potable que sacan de la tubería de los baños. Todo el día en el colegio y con hambre; al menos en la casa podrían prepararse su comida. Esto lo digo porque lo he visto, porque lo cuentan alumnos y maestros, como esa valiente maestra llamada Claribeth Rodríguez que se hizo famosa desde Aguachica por atreverse a hacer lo que todo maestro tiene que hacer, y es demostrar cómo es de fraudulento y corrupto el discurso que se teje sobre la educación.  

Estos burócratas deberían ser honestos y aceptar que ya no se requieren docentes y maestros, porque estos ponen a pensar a los futuros ciudadanos. ¿Por qué no ser directos y decir que lo que requieren ahora son cuidadores de niños y de adolescentes que se encuentran cada vez más a merced de las modas-negocio de turno, y de la banalidad? ¿Por qué no decir que hablar de educación es una forma directa de llegar a los electores quienes también creen que un profesor es solo un cuidador de niños? Todos estos politiqueros de turno hablan de jornada única pero no han ido a un colegio en el que no hay lo mínimo para poder cumplir con lo que los profesores tenemos que hacer. Ni siquiera baterías de baño dignas.

Ningún maestro está en contra de la jornada única, pero no hay infraestructura ni salarios justos. Y además no se escucha a los protagonistas de esta historia: a los docentes. Los docentes trabajaremos mucho más pero que nos paguen ese doble esfuerzo, como se hace en cualquier otra profesión. Trabajaremos más pero que nos den las condiciones mínimas para ejercer nuestra función. Un profesor en esos colegios de la periferia se parece a un médico en esos hospitales de mala muerte de la periferia: corrupción, hacinamiento, pobreza y peligro, porque con tanto microtráfico el maestro se encuentra a merced de los salvajes que se lucran del delito.

Muchos maestros le metemos la ficha a este asunto de intentar trabajar para construir un país mejor, pero nos gustaría que ese país fuera mejor para todos, y por ese ideal exigimos respeto, seriedad en los aumentos salariales, en las condiciones de salud y en el reconocimiento de nuestros derechos adquiridos.

Los maestros estamos a merced de directivos y burócratas que nunca pondrían a sus hijos en un colegio público con jornada única.  Sin baños, sin agua, sin recursos, sin libros, sin onces, sin comida; sin salarios. Sin enfermeras o espacios adecuados para la recreación, el deporte, o el más mínimo acceso a la cultura. Sin psicorientadora. Sin una papelería cerca, o una droguería. Sin transporte escolar. Sin salones y pupitres cómodos. Sin vigilancia o presencia policial. Sin cocina para preparar una infusión aromática para el dolor de estómago…

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Escrito por
Docente Licenciado en Ciencias Sociales, magíster en Historia y doctorando en Lenguaje y Cultura en la UPTC. Profesor del colegio Quebec y catedrático de la UPTC Duitama
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Melva Inés Aristizabal Botero
Gran Maestra Premio Compartir 2003
Abro una ventana a los niños con discapacidad para que puedan iluminar su curiosidad y ver con sus propios ojos la luz de la educación que hasta ahora solo veían por reflejos.