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La pedagogía del relato

Un trabajo de investigación e innovación educativa, propuesto por generar una cultura del reconocimiento de la infancia a través de la pedagogía del relato. 

Agosto 5, 2017

Muros altos que bordea el viento. Horas que se repiten una tras otra, día a día, medidas por el mismo compás de obligaciones. Escapadas gloriosas, zancadas de corredor y libertades bien tasadas… cauchos que se estiran entre las piernas, un balonazo en la nariz, cáscaras de mandarina. Borrones tristes, tristes, tristes… algunos que se vuelven huecos en la hoja… una colección de pequeñas pesadumbres, inciertas e inadvertidas, que pasan camufladas entre el ruido de todos los segundos, del yogurt derramado, del ienes miedo de que papá te pegue por arrancar la página.

Cuando todavía no te alcanzan las letras que te sabes para escribir lo que querías y hay siempre alguien listo para enjuiciarte, para hacerte tiritas las buenas intenciones porque debes aprender qué es lo correcto, y a comportarte y a no llorar por tonterías y a sentarte derecho.

Con eso se encontró Sandra Terán en un primero de primaria del colegio Las Violetas, ubicado en la localidad de Usme, la segunda localidad más grande de Bogotá, al nororiente de la capital, y empezó a preguntarse si de verdad era necesario crecer así, a ritmos contrariados, o si acaso los s de los estudiantes podrían convertirse en espejos del mundo capaces de devolver a sus orígenes el rostro de la fantasmagoría y desterrarla.

Sandra, es una de las profesoras que fue reconocida, junto con un grupo de compañeros, por su trabajo de investigación e innovación educativa dentro del sistema educativo oficial de Bogotá, D.C., quienes propusieron generar una cultura del reconocimiento de la infancia a través de la pedagogía del relato.

Y entonces, esas pequeñas tristezas de chorreón, de hueco, de gato censurado, emergieron como una “nueva subjetividad capaz de interpelar el entorno”, de ponerlo en evidencia: surgió el mundo de los niños, que es este mismo, “el nuestro”… que no es otro.

Todo un inventario de narrativas de los niños permitió al equipo de investigación recuperar cuatro voces que reflejaban situaciones cotidianas de desencuentro y llevarlas al escenario de la reflexión. La comunidad académica, en su conjunto, pudo ver y verse del otro lado del espejo y, a partir de algunas preguntas generadoras, discurrir en torno a razones, emociones y mundos posibles, ¿qué habría pasado si?:

“El relato final, configurado por el niño, ―explica la profesora Terán― se presenta como una realidad prístina (primitiva) que puede ser comparada con su mundo posible (deseado, imaginado) ―alternativo―”. Finalmente, esto hizo posible delinear una nueva poética del encuentro cotidiano: “lograr una suerte de correspondencia entre ese mundo y el mundo real”. ¡Ese es el punto!

Así, la iniciativa de indagación de este equipo docente, permitió visualizar la realidad de la escuela Las Violetas y sus posibilidades de transformación. Verse reflejados en la sensibilidad de los más pequeños, enfrentarse a: “la lectura de las situaciones cotidianas, y reconocer su lugar activo en la construcción del mundo a partir de sus interpretaciones”, permitió a los profesores reflexionar sobre sus prácticas desde una perspectiva de derechos de la infancia y principios docentes: “Los niños tienen derecho a jugar, derecho a que se les crea, derecho a ser escuchados y a equivocarse”, fueron algunas de las conclusiones de ese nuevo decálogo para la convivencia.

Lo importante es que ya no se trata sólo de una declaración retórica, sino de un asunto de sensibilización con respecto al gesto, al tono, a la domeño de la impaciencia, que a veces dispara dardos impensados que en su trayectoria desconocen un por qué y un cuándo.

Ahora, en Las Violetas maestros y estudiantes persiguen un sueño compartido: “una escuela donde los niños sean protagonistas, en donde se privilegie el ser feliz y el jugar, por encima de la acumulación de conocimientos, una escuela en la que se discuta con estos sobre sus derechos y necesidades, un espacio donde se les acompañe en la construcción de su identidad, en el que se les permita equivocarse sin señalamientos”.

Una escuela, acaso, donde el gato de Camilo ―ese que a sus 7 años aún no tiene―, pueda salir de su rincón anónimo y ya no tenga que comerse sus propios mocos, si no quiere, pero tenga derecho, por irreal que le parezca a alguien, a seguir con su dieta de maní. 

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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