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Pandemia, resiliencia y construcción de la paz

Es importante tomar lo doloroso, lo escabroso, lo execrable que ha sacado a flote esta pandemia, para transformarnos y hacer parte de la construcción de un mundo nuevo. 

Julio 23, 2020

No te quedes inmóvil

al borde del camino

no congeles el júbilo

no quieras con desgana

no te salves ahora

ni nunca.

Mario Benedetti

 

Amamos las cadenas, los amos, las seguridades

 porque nos evitan la angustia de la razón.

Estanislao Zuleta

Colombia no ha sido ajena a la desmesura que ha llevado al planeta al punto límite de su sostenibilidad. No se ha librado de los patrones de consumo que han sumido en el endeudamiento y el estrés a tantas personas en el mundo. No ha podido atajar las causas de la violencia que propician inequidad y deterioran el tejido social. Colombia es tal vez el único país del mundo que ha vivido en carne propia todas las modalidades de violencia, sacudiendo, por igual, las barriadas de las grandes urbes y las zonas más alejadas de su ruralidad. 

Nuestro país ha sufrido los estragos de una guerra en los que cada bando -guerrillas, paramilitares, delincuencia común y altos mandos del ejército- hizo alianzas con dios y con el diablo. Pero, afortunadamente, también nuestro país ha dado muestras de una vocación resiliente y creativa que siempre nos ha salvado del colapso.

García Márquez en su texto “Por un país al alcance de los niños”, en 1994, les llamaba “dones naturales” a esa vocación que hemos tenido los colombianos para levantarnos desde las cenizas. Su discurso de aceptación del Nobel, en 1982, recupera ese espíritu que se crece en la adversidad, ese instinto de vida para sortear la muerte, una unión de voluntades que, nuestro autor insigne reclama, debe enderezarse para forjar un mundo nuevo: “Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria”.

Es que echar una ojeada a nuestra historia y nuestro ser colombianos, es caer en cuenta que desde los inicios mismos de nuestra nacionalidad hasta la época actual no hemos dejado de escuchar los tiros.

La época colonial está marcada con sangre esclava, el siglo XIX regó de sangre nuestro suelo, primero con la guerra de independencia y luego en el desangre de las guerras civiles, expresión de una nación que intentaba concertar una carta de convivencia, que naufragaba por los apetitos de sus élites y por los arrebatos de poder de sus partidos tradicionales.

El paso al siglo XX nos tomó en plena guerra civil: la Guerra de los Mil Días, la más larga y sangrienta y apenas saliendo de sus estragos fuimos abofeteados con la pérdida de Panamá. “Siglo XX, cambalache, problemático y febril”, como repite el tango de Enrique Santos Discépolo, un siglo de excesos que se llevó a la tumba grandes hombres, que se ensañó en una violencia que llegó a límites insospechados: del corte corbata y las masacres a punta de cuchillo y machete, vimos el arribo de las pipas bomba de las FARC, la motosierra de los paramilitares, los genocidios que arrasaban caseríos, las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales por cuenta de las fuerzas del estado.

El capo más temido casi tuvo de rodillas al estado: derribó un avión lleno de pasajeros con el propósito de acabar con la vida de un candidato presidencial, que finalmente no lo abordó; derribó la edificación de un periódico que no se silenciaba frente a sus pretensiones y sus atropellos y envolvió en sus redes torcidas a personas de todos los estratos sociales, poniendo en entredicho las bondades de educarse y hacerse a pulso y dejando todo al albur de un heroísmo ramplón: darse un lugar en el mundo por la capacidad de manipular y doblegar conciencias.

El final es por todos conocido. Parece un cuento del realismo mágico. El renombrado capo decidió que se entregaría si se accedía a hacer una cárcel a su amaño, en tierras de su propiedad fue construida la tristemente famosa Catedral y allí estuvo, mientras se le consintieron toda clase de extravagancias, desde asesinatos hasta fiestas por todo lo alto y cuando decidió que ya estaba bueno, escapó.

De una presidencia elegida con platas del narcotráfico, pasamos a otra avalada por las autodefensas y empezamos el siglo XXI con unas imágenes que mostraban los niveles a que había llevado la degradación de la guerra. Antes de arribar al afortunado colofón de la firma de los acuerdos de Paz con las FARC, en 2016, se había llegado a la firma de la Constitución de 1991 como parte de los acuerdos de paz con otros grupos insurgentes, como el M-19, el EPL, el grupo guerrillero Quintín Lame, el PRT y la Corriente de Renovación Socialista, un grupo disidente del ELN.

En todo este trasegar se había causado mucho daño, además de la pérdida de vidas humanas, del drama de los desplazados, del número indeterminado de desaparecidos, de los falsos positivos y de los inmolados en hechos demenciales como las masacres de Machuca (1998) y de Bojayá (2002), pero quizá el peor flagelo lo vivieron niños y jóvenes para quienes la escuela se diluía como posibilidad de crecimiento y de transformación personal. “Para qué quemarse tanto las pestañas”, era el decir de muchos, “si al final se engrosaría la fila de los desempleados con cartón, para enmarcar y colgar, en las salas de sus casas”.

La ilegalidad ofrecía un camino más corto para cambiar de status de vida: el imaginario del capo, nacido en la barriada, que de la noche a la mañana tenía sus tierras, sus mujeres y su tropa, invitaba a empuñar un arma y tener la opción de incursionar en la delincuencia para cambiar de vida. Desde la orilla opuesta, los guerrilleros y los paramilitares, le creaban el mismo vacío a la escuela: basta empuñar un “fierro”, aprender a manejar una moto o un carro y lo demás está en la habilidad para escalar, a punta de muertos, en cualquier estructura militar. El discurso de la modernidad hacía carrera: había que ser feliz aquí y ahora, no importaba a qué precio. Triunfar era la consigna, así la escalera estuviera hecha de traiciones y cadáveres. ¿Para qué ir a perder el tiempo en la escuela?

Sin embargo (lo he repetido), la escuela fue lo único que no se desplomó y sirvió de aliciente a las comunidades que se resistían a caer en el turbión del narcotráfico, las guerrillas y los paramilitares. 

De manera paradójica la escuela, en medio de las balas, se mantenía como referente del pensamiento y de la civilidad y, también, como último reducto del estado. Por eso siempre que pienso en los ejemplos de resiliencia, pienso en la escuela. A quienes nos tocó esa etapa turbulenta en las zonas rurales vivimos en carne propia la indefensión, pero no me tembló la voz para decirles a mis colegas maestros: “No podemos claudicar en nuestro trabajo, en este momento somos la esperanza de estas comunidades, nosotros, óigase bien, somos el estado”, y con esa convicción sacamos adelante proyectos que oxigenaban un tejido social que se negaba a caer en aguas oscuras.

Debimos reinventarnos: de los discursos añejos de ideales difícilmente defendibles pasamos a los discursos por la dignificación de la vida, a los discursos que se la jugaban por el cuidado de la madre tierra, a los discursos que recuperaban los saberes ancestrales y a la convicción de interiorizar una ética que cuestionaba la sociedad de consumo, los estilos de vida insalubres y la hiperconectividad como trampolín para aislarse de los otros y que resaltaba la urgencia de llevar el mundo digital y las nuevas tecnologías al campo y utilizarlas para la solución de las graves problemáticas que sacuden al mundo.

La pandemia nos asusta, es indiscutible, pero lo que hemos vivido los colombianos nos ha servido para tomarla como opción de nuevos aprendizajes. Todas las miradas están puestas en la escuela y su capacidad para reinventarse, de hacer frente a los nuevos retos que ha traído consigo la educación virtual. Somos el soporte ético de un edificio que no hemos dejado caer y en nuestras manos está aprovechar esta contingencia para seguir formando niños como los del cuento de Andersen, “El traje nuevo del emperador”, que no se sujetan a una visión de mundo -impuesta con orejeras- y se atreven a señalar las desnudeces, las bajezas y los excesos de quienes gobiernan el mundo.

El concepto de resiliencia va más allá de ceñirse a su etimología, no se trata sólo de resistir las dificultades y “volver a un estado inicial”, lo realmente valioso es que una comunidad se transforme en esa lucha contra la adversidad, es decir que se cree algo nuevo. En el discurso que pronunció el pensador colombiano Estanislao Zuleta para recibir el Doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad del Valle, en 1980, hay una valoración de la dificultad como aquello que obliga al ser humano a pensarse y a reinventarse, como esa valla que te obliga a buscar la manera de saltarla, como ese fruto que se observa inalcanzable y luego, de haber hecho mil maromas para alcanzarlo, lo disfrutas.

Zuleta llama a desconfiar de los mundos donde todo está resuelto, de los paraísos que libran al hombre de sus problemas y, por lo tanto, no hay estímulo para la creación y el pensamiento: “Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil... por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades”.

La resiliencia adquiere verdadero valor cuando no se queda en el referente individual, sino que envuelve, en su sinergia, otras voluntades que vislumbran caminos diferentes y le apuesta a hacer enriquecedoras las experiencias de determinada travesía. Por ello nuestra resiliencia es comunitaria, en tanto la escuela se la juega por construir tejido social, por recuperar saberes universales y por socializar experiencias que benefician a las comunidades y mejoran su calidad de vida.

No me canso de repetir que en la escuela no caben las mentalidades derrotistas, las mentalidades oportunistas, las mentalidades que se duermen en la abulia y el desgano o que se someten a los apetitos descarados de politiqueros que trabajan para su bolsillo. La escuela, como lo planteara Paulo Freire, tiene en sus hombros la misión de liberar a los seres humanos de sus ataduras, aquellas impuestas por la ignorancia, por el miedo y por las nuevas esclavitudes que ha traído consigo la modernidad.

Para forjar cualidades resilientes es necesario aprender a deambular por caminos con espinas y obstáculos, entre más los haya mejor; es necesario que ante los problemas no se espere la alfombra o el cofre mágico sino que sea la curiosidad, la experimentación y el raciocinio lo que entregue la llave de nuevos senderos; es fundamental que se alimente un espíritu crítico, que todo lo ponga en el cedazo del discernimiento antes de aceptar cualquier visión o postura ideológica y por último, para sentirse invencibles debe tenerse la humildad para tender la mano y pedir o recibir ayuda de esos otros, que seguramente ayudarán a armar el rompecabezas en el que está la clave para salir del encierro o del laberinto.

Esas problemáticas reales, el estallido de la curiosidad, los vericuetos para acceder al conocimiento, ese cúmulo de experiencias, esa valoración del trabajo en equipo y esa formación del pensamiento crítico son pilares de la resiliencia que se adquiere en las comunidades y, de manera direccionada, en la escuela. La formación en autonomía, propósito transversal de los procesos educativos, no es otra cosa que la capacidad de asumir riesgos en la conducción de nuestras propias vidas, sin esperar, como lo expresara Estanislao Zuleta, soluciones providenciales sino tomando las dificultades como retos que obligan a pensar, a crear y a tomar decisiones: “… lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto”.

Para finalizar, insisto en algo importante, si de veras estamos haciendo la tarea: es importante tomar lo doloroso, lo escabroso, lo execrable que ha sacado a flote esta pandemia, para transformarnos y hacer parte de la construcción de un mundo nuevo. Me refiero a romper las dinámicas del odio y la exclusión. Quien odia pierde la capacidad de escucha, ve lo que quiere ver y alimenta su afán de odio, quien odia fragmenta y parcializa su realidad, quien odia desconfía de los demás. Para ser resiliente se requiere ser tolerante y no dejarse sesgar por los estereotipos. En lugar del odio, sembrar la entereza para no transigir con quienes pretenden lucrarse con los bienes públicos, con quienes se han enriquecido con los recursos dispuestos para atender a los más afectados en este confinamiento y con quienes siguen siendo cómplices con la depredación del planeta. Como Gabo, pienso que la escuela debe seguir perseverando en la utopía por la construcción de un hombre nuevo, solidario, defensor de la tierra y dignificador de la vida:

“Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Bibliografía:Girón Duarte, Albert. Todos podemos ser felices: la clave de la resiliencia y su encuentro con los estoicos, 24 de abril, 2107. Recuperado en: acropolis.org.sv/blog/todos-queremos-ser-felices/


Imagen Evgeni Tcherkasski on Unsplash

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Gran Rector Premio Compartir 2016. Rector de la Institución Educativa Francisco de Paula Santander en La Cumbre, Valle del Cauca.
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Laura María Pineda
Gran Maestra Premio Compartir 1999
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