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Secularizar la educación política

Lo mejor desde el punto de vista educativo, es trabajar y abogar por una sociedad decente, tal y como la entiende el filósofo Avishay Margalit.

Enero 20, 2017

Desde que Max Weber demostró que el “espíritu del capitalismo” estaba determinado e impulsado por la ética protestante y el “ascetismo cristiano”, las relaciones entre religión y economía, y concretamente, entre mentalidad religiosa y política, quedaron inextricablemente unidas. Y sin dudarlo, esta unión ha sido aprovechada y utilizada a fondo por partidos y movimientos políticos tanto de derecha como de izquierda para sus fines proselitistas y propagandísticos.

La clave de la utilización de versiones religiosas en política, está en remozar y adecuar la fe y la creencia en otra vida mejor después de la muerte, al advenimiento de un mundo y un hombre nuevos que el partido o el líder político proponen. Así, Stalin, que había sido seminarista; Hitler, católico no practicante y nunca excomulgado; Mussolini, anticlerical que profesaba el culto a la fuerza y al valor; todos evocaron la llegada de una nación tan gloriosa y tan fuerte que podría vencer a todos los enemigos y esperar un futuro en el que imperarían el orden, la igualdad, la paz y, en general, todas las virtudes teologales del cristianismo: la fe (en el líder), la esperanza (en un país mejor: si se puede), y la caridad (transpuesta en solidaridad).

Lo más interesante de esta relación, es que han sido pensadores, en su mayoría de tradición marxista, quienes más han sido influenciados por esta acción recíproca entre política y religión. En el caso latinoamericano es conocido el estudio de Mariátegui dedicado a Juana de Arco, sin descontar la filosofía de la liberación de Dussel y la pedagogía del oprimido de Freire, las cuales tienen sendas fundamentaciones en las virtudes teologales de la fe en un mundo mejor, la esperanza de que lo posible sea, y la caridad hacia el que ha creído en las posibilidades del otro.

Y casi todo el denominado pensamiento crítico contemporáneo ha apuntalado aún más las relaciones entre estas virtudes teologales y las virtudes políticas, asumiendo que el cristianismo es un recurso para reconstruir un proyecto de emancipación. Así es como Alain Badiou, siguiendo la perspectiva de las epístolas de San Pablo, considera que el sujeto se constituye en la fidelidad a un “acontecimiento”, que puede ser de orden político, científico, artístico y hasta amoroso. La Epístola a los Romanos de San Pablo también es retomado por Agamben en sus referencias al derecho sacro romano (Homo Sacer); y Hardt y Negri en Imperio se apoyan en la noción de poverello (hombre pobre) de San Francisco para desarrollar algunas de sus tesis.

De igual forma, muchos libros y artículos de Zizek han sido escritos con el único propósito de defender al cristianismo en sí mismo por el hecho de que, a su juicio, participa en la historia de la emancipación. Esta presencia de las virtudes teologales en el corazón mismo de las teorías críticas, se puede entender por la necesidad de la creencia en un mundo mejor cuando todo parece estar en contra y se asume que nada es posible; pero, también, por la necesidad de utilizar el carácter revolucionario de la religión cuando la sociedad o un régimen político se estanca.

Ante esta utilización de las virtudes teologales del cristianismo, la mayoría de veces manipulada e hipócrita, surge la pregunta: ¿Cómo impartir una educación política crítica, realista y propositiva despojada de dichas creencias?

Lo primero que hay que decir es que no se puede sustituir la falta de una teoría social o política alternativa con la simple indignación, la ironía o un discurso de buenas intenciones. Cuando se trata de discursos públicos, todos estamos a favor de los oprimidos, la ampliación de la democracia, el crecimiento económico sostenible, la participación ciudadana, el cambio climático, etc. Sin embargo, dado que no hay una receta para resolver estos problemas y solo quedan las soluciones parciales, debemos aceptar la inconmensurabilidad de los valores políticos, esto es, que la opción por unos necesariamente excluye la posibilidad de realizar otros, lo cual conlleva, por principio, el respeto a la diferencia.

Aquí ya no cabe la creencia en un hombre nuevo o en un mundo mejor, sino la supervivencia de la especie humana y la conservación del planeta tierra. Se hace necesario, entonces, no solo trabajar en una política emancipatoria (tratando de no sustentarla en las virtudes teologales cristianas), sino en una “política de la vida”, basada en la autonomía individual, la libertad de elección y el estilo de vida, de tal forma que se puedan buscar respuestas éticas a las preguntas clásicas: “¿cómo vivir juntos?” o “¿quién deseo ser?”, sin apelar a abstracciones religiosas o a la fe ciega en un líder o en un partido político.

Tal vez, lo mejor desde el punto de vista educativo, sea trabajar y abogar por una sociedad decente, tal y como la entiende el filósofo Avishay Margalit, es decir, aquella sociedad cuyas instituciones no humillan a las personas y cuyos miembros no se humillan unos a otros. Si se asume este propósito como criterio regulativo para esta sociedad globalizada, y nos despojamos de las expectativas futuristas y las virtudes teologales con las que la mayoría de políticos pretenden seguirnos faltando al respeto, comenzaremos a dar los primeros pasos para superar ese sentimiento de fracaso y decepción generalizada que nos carcome cuando vamos a depositar nuestro voto por el menos corrupto o contra el candidato de nuestros odios.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Escrito por
Doctor en Educación. Magíster en Sociología de la Educación
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Henry Alberto Berrio Zapata
Gran Maestro Premio Compartir 2007
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