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El profesor Fragoso: ¿educador o domador?

A palos, de ser necesario, con determinación por hacer de sus estudiantes mejores personas, así fue que el apellido Fragoso  se convirtió en una palabra sagrada para Juan Gossaín y sus compañeros de clase.

Mayo 13, 2015

Está más idéntico que antes. Volví a verlo hace unos días y, a pesar de que ha transcurrido casi medio siglo, sigue siendo el mismo hombre de aquel entonces: calvo, flaco, cobrizo por el sol, de pómulos salientes, lleno de fibras musculosas, con el bigote áspero y la mirada brillante.

La única diferencia es que ya no se dedica a amansar hijos ajenos sino a la malacrianza de sus propios biznietos, “que es muy sabroso”, según el canto de Escalona, y a pescar por diversión en los mares de Cartagena. Es el mayor entre sus compañeros de faena, porque acaba de cumplir noventa años, y, sin embargo, se encarga de las tareas más penosas, como levar el ancla o recoger la pesada potala de los anzuelos.

Para los estudiantes costeños de mi generación, los que hoy tenemos esa edad imprecisa en que a uno se le cae el pelo pero le siguen saliendo espinillas, Fragoso no es un apellido sino un adjetivo. Es una palabra sagrada. Define al gran maestro, el educador por antonomasia, que nos domesticó a palos hasta enseñarnos el camino correcto de la vida.

Tenía la curiosa virtud de hacerse apreciar a garrotazos, porque sus discípulos, que aún llevamos amoratado el dedo gordo de la mano, sabíamos que nos apaleaba mientras nos iba queriendo. Ahora, al cabo de la vejez, sentimos por él una especie de adoración reverencial, aunque parezca masoquismo, como la que despierta en la memoria el abuelo huraño que nos daba consejos, caramelos y coscorrones al mismo tiempo.

Luis Guillermo Fragoso era el vicerrector del legendario Colegio de la Esperanza, al pie de las murallas heroicas, un edificio enorme en el que convivían mil doscientos internos en un verdadero revoltillo. Más que una escuela, aquello parecía un pueblo. Había de cuanta especie humana echó Dios al mundo: príncipes herederos de las tribus guajiras, campesinos indómitos de las sabanas de Bolívar, yumecas de Curazao que no hablaban español, mulatos pretenciosos de Panamá, vaqueros montaraces del valle del río Sinú, que nunca nos habíamos puesto un par de zapatos, y campesinos astutos de los cenagales del Magdalena, como “Molécula”, que de noche se robaba el pan en el asilo de huérfanas que regentaban las monjas, al otro lado de la pared, y hoy es un ciudadano ejemplar en los Estados Unidos.

Bonfanti era uno de ellos. Gigantesco y conflictivo, con la misma apariencia de un atleta griego, repartía trompadas como si fuera un ventilador eléctrico, hasta el día en que Fragoso lo aquietó con su palo de escoba. El alumno, furioso, cerró los puños, amenazante, y le gritó:

-No me pegue, que usted no es mi padre.

-En este colegio  -le respondió el maestro, con serenidad-,  yo soy tu padre. Y ahora atrévete a levantarme la mano.

Por primera vez en su vida, Bonfanti agachó la vista y se quedó en silencio. Ahora que lo pienso bien, creo que Fragoso es el hombre al que yo le confiaría mis hijos. 

 

Juan Gossain
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Invitó a sus estudiantes a armar pieza por pieza un rompecabezas mental cuya imagen final dejaba ver la realidad del país.