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Admitámoslo: este país ama la guerra

Sin duda, pensando en el futuro del país que heredaremos a los que amamos, debemos empezar a admitir lo que no queremos.

Octubre 13, 2016

¿Qué más esperábamos? Aquí amamos la guerra. Millones la aman. Sabiéndolo o sin saberlo, por decisión o por inercia. Rechazamos un acuerdo de paz por millones de decisiones sumadas con emoción.  Este país ha vivido demasiado tiempo en la guerra, en sus dinámicas, en sus lógicas, con sus guerreros, con sus códigos culturales y emocionales, en el hábito del todo es permitido. Y nada es más fuerte en el comportamiento humano que los hábitos, somos seres que construyen toda su vida con hábitos y rutinas[1].

Y la guerra es una de las rutinas más profundas en nuestro país, es la rutina de la mentira, el truco, el engaño, la confrontación, de todos con todos. Con tanto tiempo en la guerra, o mejor en las guerras en plural, ésta ya se ha vuelto una condición colectiva cotidiana. Una segunda piel. O quizás la primera. Sesenta años de guerra  (o 200 si contamos de verdad) la volvieron una rutina, un hábito, una necesidad cotidiana. Si después de este resultado del plebiscito, en algunos meses, o años, cuando se reactiva esta guerra o se inventen alguna nueva, seguiremos tranquilos, es parte del paisaje nacional.

Sabemos cómo vivir con ella, gobernar con ella, administrarla, obtener réditos. Para muchos es ya una forma de vida, de política, de empresa, de poder, de hablar. Es tan poderoso ese hábito de matarnos fácilmente que lo hacemos por un celular, por una moneda, por unos tenis, por una gallina,  por un reclamo, por un grafiti, por una infidelidad, por un partido político o por un partido de fútbol. Si la guerra y la muerte no fueran tan encantadoras para los colombianos no hubiesen durado tanto, no las amaríamos tanto, ni la practicaríamos de tantas formas y en tantos escenarios. Ni tantos estarían en ella. Sin saberlo o sin quererlo o diciendo que no la queremos, pero en el fondo anhelándola, sabemos que millones de colombianos han amado, aman y amarán la guerra.

¿Que si queremos la paz? ¿Quién dirá que no en nuestro país? Pero muchos están dispuestos a seguir, a apoyar y a gustar del camino de muchas guerras y violencias como ruta para lograrla. Por eso a millones no les asusta la advertencia de un reavivamiento de la guerra, por el contrario, los une y los motiva. Les enciende el guerrero, les reanima la fiesta, les hace sentir el poder. Está en la historia de nuestra especie, es la historia de centenares de conflictos humanos atroces.

Para sorpresa, las encuestas de felicidad nos ponen en los primeros lugares del mundo: somos capaces de ser los más felices aún en medio de la barbarie, de la muerte y de la confrontación violenta. ¿Cómo un país con tantos muertos, por todos los motivos cotidianos, es de los más felices del mundo si no es porque les gusta matarse? Aquí no crecimos en un espacio de concertación, ni en las escuelas, ni en las familias, ni en las comunidades, ni en las iglesias de todo tipo. No sabemos qué es eso. No es lo típico. No sabemos ni ceder ni conceder, ni negociar ni concertar. Crecimos en la cotidianidad de la guerra y la lógica de la confrontación. Y la venganza es un hábito desbordado de practicantes.

Concertar es lo más difícil porque no estamos acostumbrados, no está en nuestros hábitos, porque no lo sabemos hacer, porque sentimos que ceder es perder, que perdonar es debilidad, porque nuestro hábito es imponemos por la fuerza o la componenda o el truco. ¿Acaso cuántas veces no le ha tocado hacer valer un derecho, un servicio ciudadano, o una necesidad por la fuerza o el reclamo airado? ¿O cuántas resistir la imposición, incluso con hostilidad e ira?

Las estadísticas de las grandes ciudades dicen claramente que nos matamos por montones, con una facilidad asombrosa, hasta en los momentos en que celebramos un evento que debería ser de fiesta y alegría. ¿Acaso no tenemos muertos por montones hasta por las más absurdas tonterías? Aquí amamos matar: Admitámoslo. Y lo hacemos tranquilamente, en todas las formas y momentos: disparando, acuchillando, torturando, descuartizando, picando, desmembrando, cocinando, en hornos, con ácido, sin ácido, con crueldad, con oraciones, con alegría, con indiferencia, o con decenas de otros métodos ingeniosos y sorprendentes. 

Y por supuesto, por millones, amamos ver matar y violentar, y por eso nuestras pantallas se inundan de historias exitosas de narcotraficantes y criminales, o de noticieros llenos de muertos, heridos, ataques, crímenes y abusos. La muerte violenta, la de la guerra o el crimen nos resulta una narrativa de lo más cotidiana. Necesitamos la dosis diaria de violencia en las pantallas, en la vida, en la política, o en la calle.

La abundancia de videocámaras que hoy tenemos nos la muestran abundante, desbordada, naturalizada. No la sentimos ajena, es nuestra segunda piel. Está allí todos los días. Y para millones es algo que les ocurre a los otros, a miles de otros. En un país así la muerte encanta y marca rating. Porque estamos acostumbrados a ver matar, a ver morir, a sentir que la muerte violenta es la natural para muchos colombianos. De allí que tantos se sientan a salvo del conflicto, lo imaginan en las pantallas, en la distancia, en la vida del otro.

La investigación neurocognitiva hoy nos lo dice claramente: Los seres humanos somos gobernados por las emociones, sobre todo colectivas, somos ciegos a lo que nos influye, al poder que tiene el entorno, al poder invisible de los otros sobre nosotros[2]. Somos ríos de emociones y navegamos en un país que se acostumbró al paroxismo cotidiano de la muerte violenta. El otro violento nos arrastra con facilidad a la violencia. Somos una especie social, somos seguidores y buscamos que nos sigan. Y es automático, ni siquiera nos damos cuenta del poder de los otros sobre nosotros[3].

Por eso no tenemos líderes sabios, entrenados, prudentes, dialogantes, mesurados. Al contrario, preferimos al líder que apunta a la emoción, al efecto, al drama. La política contemporánea está gobernada por estrategias emocionales[4]. Nuestros pocos líderes públicos suelen ser así, emocionales, dramáticos. Y lo más preocupante, son líderes que se renuevan poco, en sus nombres y en sus formatos políticos, y muchos, incluso sin saberlo, están encantados de la violencia y la confrontación en la que han crecido y por ello representan la fuerza, la guerra, la intolerancia.

Ellos o sus familias o sus amigos con frecuencia están ligados a la corrupción, al intercambio de favores, a la protección mutua de beneficios aislados, a vivir y administrar un país en guerra. Su mundo de beneficios y protección no es el nuestro. Ganan con cualquier opción: ese es el prototipo del político colombiano. Por eso no les importa proponer la guerra o la paz. Por eso en un país habituado y emocionado con la guerra triunfa quien más despierte el ánimo por la fuerza. Por eso en un país que ama matar y ama la guerra se vale todo, las mentiras, los engaños, los trucos, los montajes mediáticos.

Qué más se puede esperar: en la guerra todo se vale. Decenas de años de violencias y guerras nos han vuelto amantes de la fuerza, de la imposición, del engaño. En un país enamorado de la guerra gana el miedo, la ansiedad, la manipulación de información, el manejo emocional de los temores e incertidumbres.

La vida es un ecosistema. Este país nuestro es un ecosistema. Hoy lo vemos con claridad, en sus efectos. Lo que hoy ocurre tiene muchas razones sistémicas, no es una coyuntura, es parte de cómo es el ecosistema que hemos construido como país.

Amamos la guerra porque en buena medida los que hoy vivimos no conocemos los beneficios de la paz. Nunca hemos vivido en ella. Y hay muchas, decenas de razones ecosistémicas, que nos explican por qué tomamos las  opciones que tomamos cuando decidimos como país. Miremos solo una que es crítica. Somos un país con un sistema educativo precario en formar ciudadanos competentes, críticos y autónomos para leer el mundo. De hecho ni siquiera somos eso, lectores. Somos un país con uno de los más deficientes sistemas educativos del mundo, donde, como indican los estudios de consumo de lectura del DANE, el promedio de lectura es ínfimo, y la capacidad de comprensión lectora es críticamente negativo. Si tenemos congresistas que no leen las leyes que aprueban, es plausible suponer que tenemos millones de ciudadanos  con un precario nivel lector no se leerían largos acuerdos de paz.

Y si los leen... ¿los entenderán? Solo basta mirar los resultados de pruebas lectoras  de las últimas décadas para suponer una respuesta negativa. En un país de gente que no lee hay analfabetismo funcional. Por eso en buena medida, aquí no crecen con facilidad los movimientos culturales, los científicos, las  publicaciones académicas, los debates razonados, ni los espacios culturales de mayor valor agregado intelectual. Ni en los medios eso existe con valor e impacto social. Ni existe en los barrios. Ni en los centros comerciales. Ni en la vida cotidiana. Hasta en las universidades escasea. Por eso aquí crecen los cultos, los engaños, los fanatismos deportivos y religiosos.

Difícil de admitir, lo sé, pero nos gusta la muerte, nos gusta el sabor de la guerra. O si no, contemos las guerras de los últimos 200 años, contemos los muertos o miremos las estadísticas de mortalidad de las ciudades un fin de semana.

Nos gusta la guerra y la muerte y nos dejamos llevar a ella, sea queriendo o sea con trucos y con engaños. A nadie le gusta admitir que engaña  y menos que lo engañan. Pero la investigación muestra que somos una especie hábil en eso, en mentir y engañar, y como dice la investigación cognitiva de Dan Ariely, engañarnos en especial a nosotros mismos[5]. Por eso las redes sociales se llenan de montajes, de rumores falsos, de miedos de enorme poder de convencimiento. Y quien logra movilizar el miedo de los otros obtiene el control colectivo. El miedo es una de las fuerzas más poderosas y fáciles de desatar en el cerebro humano. Somos fáciles de engañar colectivamente.

Aquí quien puede engañar bien, puede ganar bien. Los seres humanos usamos la mentira y el engaño de forma natural. Y en un país en guerras históricas el engañar es parte del saber ganar.  A los colombianos nos engañan fácilmente. ¿Recuerdan lo del canal de Panamá? No, mejor no vayamos tan lejos, miremos hoy. Aquí cosechamos las mentiras y los montajes en las campañas políticas o en la vida cotidiana. Los colombianos somos un pueblo fácil de timar. O si no que lo digan los corruptos (políticos, funcionarios, empresarios, civiles) que roban todos los días, servicio 24/7 , miles de millones de dólares en Reficar, o los de la DIAN, o los "carteles" de los pañales, o los del papel higiénico, los cuadernos, y el azúcar, o los promotores de decenas de Pirámides, o los de Interbolsa, o los del proceso 8000, o los de Agroingreso Seguro, o los del taller de la esquina de un barrio. O uno de los más expertos de todos: los contratistas de obras civiles públicas y los de alimentación escolar.

Mucho se ha hablado de la inteligencia colectiva, en la investigación académica, de lo que pasa cuando nos juntamos. Y cuando actuamos en conjunto, cuando decidimos en conjunto, en un país acostumbrado a vivir en y con las guerras de todo tipo, pueden pasar cosas maravillosas, pero también las cosas más sorprendente y absurdas. Cuando la emoción y la razón chocan en una decisión la investigación muestra que la emoción gana[6], y lo hace aún en contra nuestro.

Nos gusta clavarnos nuestra propia espada. Decidir de manera irracional no es algo esporádico, al contrario, es de las cosas más frecuentes que hacemos los seres humanos[7]. Esto no es nuevo aquí. Esto se repite en cada elección donde optamos por los mismos nombres y los mismos grupos y elegimos masivamente los mismos políticos corruptos que nos conducen a cada momento a la crisis de la salud, del empleo, de la educación, de la convivencia, de la justicia, del medio ambiente. Votamos en contra de nosotros mismos, casi siempre.

Si no estamos maduros para la paz, para concertar y ceder, para dialogar sin confrontar, para perdonar y reconciliarnos, si seguimos amando la guerra, la muerte, la fuerza, la imposición, quizás nos den el premio anhelado: más años de violencias interminables, más muertos, más diversión con la guerra y la confrontación. Porque no se puede negar que para muchos, quizás millones, la violencia, la guerra, la confrontación, es una emoción humana poderosa, es diversión, es fiesta, es alegría y poder. Quizás en el fondo este resultado de un plebiscito importará menos que el de un partido de fútbol, porque igual con la guerra en nuestro país hemos aprendido a vivir felices, de los más felices del mundo.

Así que, independientemente del futuro, logremos desmontarnos de esta guerra y sus violencias, lo que  sabemos con seguridad, es que si le preguntas a un país que ama matarse de todas las maneras y por todos los motivos, y en todos los momentos, si quiere un acuerdo de paz,  ya sabemos la respuesta. Y si no, hay que visitar hoy a Colombia.

Sin duda, pensando en el futuro del país que heredaremos a los que amamos, debemos empezar a admitir lo que no queremos, a mirar lo que hay de fondo en esta sociedad encantada con la muerte, encantada con las guerras.

[1] . Duhigg, C. 2012. The Power of Habit. Radom House.

[2] . Berger, J. 2016. Invisible Influence: The Hidden Forces that Shape Behavior. Simon and Schuster.

[3] . Berger, J. 2016. Op. cit.

[4] .Demertzis, N. (Ed.). 2013. Emotions in Politics The Affect Dimension in Political Tension. Palgrave McMillan.

[5] . Ariely, D. 2013. The Honest Truth About Dishonesty: How We Lie to Everyone. Especially Ourselves. Harper Perennial.

[6] . Westen, D. 2008. The Political Brain: The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation. Public Affairs.

[7] . Al respecto puede verse: D. Ariely. 2010.  Predictably Irrational, Revised and Expanded Edition: The Hidden Forces That Shape Our Decisions. Harper Perennial;

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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