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De cómo utilizar nuestro romanticismo político

Ante el predominio de las emociones en lo político, sólo queda acogerse a los procedimientos democráticos para dirimir los conflictos.

Septiembre 12, 2016

El romanticismo político surgió durante el periodo de la Ilustración de la mano de filósofos como Rousseau, Holbach y Malebranche, quienes, apoyados en la teoría de la “armonía divina de la naturaleza”, consideraban que cada entidad en el universo tiene una función y debe funcionar bien para alcanzar esa armonía que es la felicidad. Y para lograr este sagrado propósito, la obediencia es la condición imprescindible para que los individuos alcancen esa armonía divina.

Dicha concepción ponía la discusión en lo que para muchos es el núcleo central de la filosofía política: ¿por qué obedecer a este individuo o grupo de individuos, o a este decreto escrito o hablado?, pregunta que, pese a su carácter normativo, generalmente se responde desde las emociones, los deseos y las ficciones personales, es decir, desde lo subjetivo.

En efecto, se puede obedecer por obligación con la ley, por presión social, por causas materiales, porque es lo correcto y se identifica lo correcto con una escala de valores dominante y masiva; porque es la voluntad general; porque la obediencia proporciona felicidad personal y social; porque al hacerlo cumplo con las exigencias de mi iglesia, nación, grupo o partido; porque el magnetismo de mi líder me hipnotiza; porque es un hábito, una tradición o una costumbre a la que me adscribo; porque deseo hacerlo y dejaré de obedecer cuando lo desee; o, finalmente, se puede hacer como Hernán Cortés, que, ante la orden del rey de que no esclavizara a los indios, declaró ensoberbecido: “ se acata pero no se cumple”. 

Esta diversidad de razones que existen para obedecer a un gobernante ha hecho que Carl Schmitt, considere que la principal característica del romanticismo político sea el ocasionalismo Partiendo del aforismo de Novalis: “Todas las casualidades de nuestra vida son materiales con los que podemos hacer lo que queramos, todo es el primer eslabón de una cadena infinita”, y en el presupuesto de que la relación con el Estado debe tener ante todo un fundamento emotivo, los hechos políticos no son considerados por los románticos objetivamente en sus relaciones históricas, jurídicas o sociales, sino que son objeto de un interés estético-emotivo en el que el yo convierte el acontecimiento público en una “ocasión”, en un “comienzo” o en una “incitación” para expresar su subjetividad.

El ocasionalismo del que hablaba Schmitt para designar la principal característica del romanticismo político es, desde este punto de vista, perfectamente aplicable al ejercicio de la política que practicamos hoy los colombianos. En un país que históricamente ha sido diversofóbico, con una incapacidad ancestral para reconocer y ponerse en el punto de vista del otro, que siempre se ha considerado el ombligo del mundo; nos ha conducido a posiciones predominantemente emotivistas y pasionales no sólo ante al Estado y sus instituciones, sino en general, frente a toda la esfera pública. De esta forma, los hechos o acontecimientos sociales que pueden precipitar una incitación o una “ocasión” para actuar y expresarse políticamente, se hace necesariamente desde la emoción o los sentimientos morales producidos por la indignación, el resentimiento, la humillación o la violencia del otro, pero casi nunca desde una consideración de las relaciones jurídicas o históricas de ese hecho o acontecimiento social.

El emotivismo como teoría filosófica, como bien nos lo explica Alisdair MacIntyre, es una doctrina que entiende que los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias personales, expresiones de actitudes y sentimientos en los que el yo, como agente moral, se disuelve al no poder establecer un juicio, puesto que tal facultad implica criterios racionales de valoración y el romanticismo carece de tales criterios.

El emotivismo político, al igual que el emotivismo moral, pretende dar cuenta de todos los juicios de valor cualesquiera que sean, y, por tanto, parte de la premisa de que todo desacuerdo político es interminable y todo acuerdo provisional. Esta perspectiva emotivista de la política permite entender por qué las y los jóvenes se han desplazado del sistema político formal instituido hacia escenarios en donde sea posible expresar dichas emociones y pasiones, ya no sólo a través de unos preceptos o principios ideológicos adscritos a un partido o una colectividad determinados, sino también, en su relación con vínculos importantes con respecto a los cuales ellos y ellas definen su vida.

Ahora bien, al asumir las emociones y los sentimientos morales como juicios valorativos, es porque en ellos subyacen creencias sobre aquello que se está evaluando y cuya voluntad está convencida de tener la razón y la sensatez de su parte, y en la que la función del partido o el colectivo consiste justamente en mantener vigentes y despiertas esa voluntad y esas creencias.

A pesar de estos hechos, se sigue representando lo político, engañosamente, como un espacio de libertad y deliberación racional en el que el conflicto es asumido como un juego de argumentaciones y contra argumentaciones, cuando lo que realmente está en juego es la configuración misma de las relaciones de poder, esto es, la confrontación de proyectos hegemónicos opuestos que nunca podrán reconciliarse de manera racional, y sólo queda acogerse a los procedimientos democráticos y a la votación como estrategia para dirimir el conflicto.

Es en el voto en el que las emociones se canalizan y las fuerzas se miden: en su conteo se pone fin a la guerra. Como dice Elias Canetti en su espléndido libro Masa y Poder:” con cada una de las papeletas la muerte es, por así decirlo, descartada”.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Doctor en Educación. Magíster en Sociología de la Educación
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Ángel Yesid Torres Bohórquez
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