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El profesor cierra los ojos

Reflexiones de un profesor en medio de su ajetreado salón de clases.

Marzo 11, 2016

El profesor cierra los ojos. Está agotado. Piensa en el momento en el que se metió en esto. Sonríe. No es para tanto (¿En verdad no es para tanto?). Comprende que ser profesor implica un diario ejercicio de reflexión sobre lo que significa entrar a un aula: ese espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano. Se olvida del mundanal ruido; intenta recordar la imagen de su maestro favorito, aquel que se alejaba del concepto de profesor, o de docente, o de “facilitador”, (uno de sus jefes insiste en llamarlos así, porque las nuevas teorías dicen que así hay que llamarlos ahora). El profesor está cansado, imagina a Sócrates, -no como “corruptor” de menores sino como “facilitador”-; imagina a Cristo rodeado de algunas personas, lo imagina como “facilitador”, luego como profesor, finalmente como maestro, sobre todo cuando dicen que dijo: “Mi reino no es de este mundo”.

Intenta recordar a sus maestros de escuela o de colegio; uno que otro resalta en su memoria; había una profesora que golpeó a un par de niños con un palo de rosa; hubo otro que hizo lo mismo con un compañero de curso (incluso a él lo golpeó en dos oportunidades: puño en esternón). Uno más fue alcalde de la ciudad.  A los demás se los tragó el olvido. Se concentra en los que se alejaban de ser olvido y tristemente confirma que comienzan a desvanecerse. Los defiende; debieron ser importantes para alguien, para algún estudiante. Les reconoce el valor de haberlo soportado en clase; en soportar su inmadurez, su lento crecimiento. Luego, pasa a la Universidad. Allí sí hubo un maestro que se encumbró sobre los demás profesores. Era caleño y era poeta; contaba que había sido alumno de Estanislao Zuleta.

Se repite aquella conclusión: ser profesor implica un diario ejercicio de reflexión sobre lo que significa entrar a un aula: ese espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano, a través del poder de la palabra.

El profesor cierra los ojos. Está cansado pero debe continuar. Tanto por calificar, por corregir, tantos formatos por llenar. Además debe dedicarle algo de tiempo a su familia. Se imagina a Sócrates llenando formatos (castigo para un ágrafo); se imagina a Aristocles llenando formatos, se imagina a uno de sus estudiantes estrella -Aristóteles- llenando formatos. Recuerda haber leído en algún libro que Aristóteles tenía unos 16 años cuando conoció a Platón, quien a su vez conoció a Sócrates. Se pregunta: ¿En qué momento ser maestro se volvió llenar formatos? Quiere continuar leyendo la novela de Padura; le dijeron que es mejor que cualquier libro de Isabel Allende; quiere leer algún libro de pedagogía aunque uno de sus compañeros le dijo que “la pedagogía se la habían inventado para los malos profesores”; quiere ver la película que le prestaron y que le va a cambiar la vida. Piensa que la escuela sería mucho mejor si profesores, directivos y estudiantes, tuvieran derecho a ver al menos una película a la semana: ¿cómo cambaría la visión de mundo de docentes y alumnos con 40 películas al año?  El cine como estrategia para taladrar la rutina. Ahora lo entiende, o cree que concluye algo: sus mejores maestros fueron esos con los que siempre estuvo solo, puliendo sus demonios, sus fantasmas interiores, los que lo atravesaron con el asombro. Comprende que, si en ese momento tuviera que elegir a un maestro, éste sería Carl Sagan o quizás Condorito; aprendió mucho de ‘Cosmos’: lo asombraba. Condorito era el humor, y a veces la ironía. Asombro, humor, ironía… ¿Y si el gran Carl Sagan le hubiera dado clase en el aula, él, como estudiante, se habría dado cuenta? Delira. Fantasea. Eso hacemos los seres humanos todo el tiempo. Recuerda que su mejor maestro de la universidad terminó siendo su amigo, y que las conversaciones que sostuvo con él eran más productivas que muchas clases magistrales de otros docentes. Esa es otra clave. El aula: ese espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano… se dignifica a través del diálogo. Pero en una educación diseñada a tal punto que pareciera evidenciar que a través de los formatos cultiva un acelerado fetichismo temático, ¿cómo acercarse al diálogo?

El profesor abre los ojos. El asombro y el humor. Piensa que debe intentar en las semanas que vienen ser como Carl Sagan mientras busca alguna sonrisa; mientras cumple el papel de facilitador; mientras algunos de sus estudiantes fuman marihuana en los baños, o andan conectados todo el tiempo, explorando múltiples formas de alienación. Mientras hace el papel de portero, enfermero, psicólogo, chofer, prestamista (algunos alumnos le deben dinero), y hasta de sparring de alguno de sus compañeros al que le cayó mal desde el principio porque vio su llegada al colegio como una competencia o algo así… “Ese es el sino del poeta”, habría dicho su maestro de universidad, y luego habría citado a Borges o a Zuleta, o sabrá Dios a qué otro sabio; quizás habría citado el mismo refrán que utilizó Sagan en El mundo y sus demonios: “Enciende una vela en lugar de maldecir la oscuridad”. Ahora recuerdo que en el prefacio de este libro, Sagan destroza a sus maestros; solo valora a algunos de los que le enseñaron a nivel universitario.

El profesor cierra los ojos; mientras el tiempo pasa y piensa que debe hacer lo posible para que a él no le suceda lo mismo… es decir, no quiere ser olvido en la mente de sus estudiantes. Se repite aquella conclusión: ser profesor implica un diario ejercicio de reflexión sobre lo que significa entrar a un aula: ese espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano, a través del poder de la palabra.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Docente Licenciado en Ciencias Sociales, magíster en Historia y doctorando en Lenguaje y Cultura en la UPTC. Profesor del colegio Quebec y catedrático de la UPTC Duitama
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Sandra Cecilia Suárez García
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