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Lurdes Beltrán, Maestra Ilustre 2006

Octubre 13, 2010
Mis maestros
 
 
 
Octubre 2010

He aquí los cambios que ha vivido la escuela en las últimas décadas, vistos con los ojos de una maestra que recuerda cómo era ser estudiante cuando la memoria no había sido reemplazada por Google y las cuentas se hacían con palitos de helado.

Recordar mis primeros encuentros con el conocimiento es inmortalizar fantásticos momentos de lectura al lado de mi papá y mi mamá, cuando contemplar la naturaleza significaba aprender su lenguaje tácito. Mi entorno fue herramienta de aprendizaje.
 
Lurdes con su maestra Ana Silvia Garavito de Peña.Evoco mis estudios primarios en Junín, Cundinamarca, en una escuela femenina, abierta, que sentíamos como “nuestro segundo hogar”; cada curso tenía su profesor, quien cumplía la misión de segundo padre, autorizado a proporcionar castigos físicos. Por suerte hoy esto último no existe en ninguna escuela, o eso quisiéramos, porque atenta contra los derechos de los niños.
 
 
Muy puntuales debíamos cumplir el rígido horario: se estudiaba matemáticas, ciencias naturales, ciencias sociales, religión y música. Además de estas materias teníamos clase de obras manuales que para las niñas consistían en aprender a bordar, con el fin de que elaboráramos la lencería para la casa. A veces se hacían exposiciones de estos trabajos para lo cual nos esmerábamos en presentarlos bien, aunque a decir verdad, muchos de ellos eran hechos por nuestras madres. También teníamos clase de educación física en la que nos recreábamos con los juegos tradicionales siempre dirigidos por la maestra. En ese entonces se le daba mucha importancia a la urbanidad, encaminada al aprendizaje de las “buenas maneras” y se hacía mucho énfasis en la caligrafía.
Lo que hoy llamamos el plan de estudios cambiaba poco, mis maestras llevaban un amarillento cuadernito de consulta al que, luego lo supe, llamaban parcelador, y que hoy equivaldría al diario de clase, solo que en ese tiempo se usaba como cuaderno de bitácora y servía por mucho años, puesto que una maestra se especializaba en un solo curso, igual lo hacían quienes se desempeñaban en las escuelas unitarias. Mis maestras ostentaban el título de Maestras Rurales, ninguna había ido a la universidad, se capacitaban en cursos ofrecidos por el Ministerio de Educación Nacional lo que las obligaba a desplazarse a Bogotá.
 
Mantengo vivos en mi memoria algunos periodos sin clase, que no correspondían precisamente a las vacaciones sino que los profesores hacían carteles y recorrían las calles del pueblo gritando consignas. Ahora entiendo claramente cómo ha sido de persistente la lucha de los maestros en busca de mejoras en la calidad de la educación, las condiciones salariales y de salud.
Me embargaba de orgullo ver cómo mis maestros tenían un reconocido posicionamiento social; junto con el párroco y el alcalde, ellos eran los personajes más importantes del pueblo y de la vereda, sentía que sus voces se escuchaban, ejercían poder político y social, tenían autoridad, capacidad de liderazgo y convocatoria. Aún recuerdo las escuelas que les sirvieron de vivienda y que eran sitios obligados de encuentro: allí se hacían bazares para recoger fondos y recibir donativos con el objetivo de mejorar la infraestructura, la dotación de pupitres, adquirir herramientas para las huertas escolares, en fin… Se resaltaba el trabajo cooperativo, como en las mingas de nuestros indígenas.
Mi aula de primaria tenía una organización particular: una plataforma, en madera, un poco más alta que el resto del salón, ponía la distancia entre el docente y sus estudiantes, claro reflejo de superioridad. En el tablero pintado de negro, o los más modernos de verde, resaltaba la tiza blanca que terminaba por empolvar los impecables vestidos de los maestros. Los pupitres organizados en filas formaban callecitas por donde ellos se desplazaban juiciosamente a revisar las tareas.
Los materiales de enseñanza los brindaba el entorno, salíamos a reconocer las plantas y los animales; a falta de plastilina, la arcilla de los gredosos caminos de mi pueblo era hábilmente manipulada para moldear objetos y figuras geométricas; nuestras primeras cuentas las hacíamos con tapas de gaseosa y palos de helado; eso sí, había una gran exigencia en la elaboración del álbum de mapas que debía ser calcado en papel mantequilla y con tinta china. 
Los textos utilizados fueron la tradicional Cartilla Charry en la que varias generaciones aprendimos a leer, luego en la medida en que se avanzaba se usaban los libros de lectura de Álvaro Marín y nos pedían un texto para religión; no recuerdo haber tenido libros para otras áreas. Qué diferencia con la mayoría de las instituciones educativas públicas de hoy que cuentan con bibliotecas; los niños ahora son más afortunados, y aún más los de mi Colegio los Alpes, donde se privilegia el gusto por la lectura y disfrutan de un acervo bibliográfico maravilloso.
Décadas atrás resultaba insólito pensar siquiera en el uso de las tecnologías en el aula, sin embargo ahora muchos contamos con ellas: medios audiovisuales, prensa, radio, computadores, en fin, tenemos a nuestro alcance diversas herramientas que facilitan nuestra labor, aunque no dejo de pensar en las comunidades que no las tienen y creo que no deja de ser injusto que la cobertura no sea total.
Vuelvo a mi primaria, me veo consultando los cuadernos impecables de mis compañeras de cursos superiores porque los temas de los grados se repetían al año siguiente, con mínimas variaciones, incluso las tareas eran las mismas. ¡Qué suerte que ya no es así! No sé si yo de maestra lo hubiera aguantado. Gracias a la flexibilización curricular, los maestros estamos no solo autorizados a hacer adaptaciones, sino comprometidos a considerar en estas las dinámicas de desarrollo y necesidades de nuestras comunidades educativas.
En mi época de estudiante cada mes se hacían evaluaciones de todas las áreas y en noviembre se hacían exámenes finales que daban cuenta del aprendizaje obtenido durante todo el año en cada materia, lo cual resultaba aterrador. La evaluación respondía a la enseñanza memorística tradicional: las reglas ortográficas, la poesía, los hechos, la vida de los personajes históricos y religiosos, las leyes y fórmulas matemáticas, todo alimentaba la memoria, además del aceite de hígado de bacalao que nos recomendaban nuestras maestras.  
Los informes del rendimiento escolar se entregaban mensualmente a los padres o acudientes en las llamadas “libretas de calificaciones”, en las que los maestros escribían con impecable letra cursiva en tinta negra, si las notas eran aceptables o buenas, y en rojo las más bajas. Quien al finalizar el año escolar no alcanzara la calificación requerida en una o dos materias podía “habilitar”, es decir, presentar un nuevo examen, lo que significaba sentarse a estudiar solito porque no existían los refuerzos ni las recuperaciones. Claro que si el estudiante no aprobaba ese nuevo examen perdía el año y por lo tanto muchas veces quedaba expuesto a recibir el castigo de los padres y la censura hasta de los vecinos.
 
Lurdes Leonor Beltrán Díaz
 
Estoy agradecida con la educación que recibí, a mis maestros les debo lo aprendido, la persona que soy y ante todo el legado ético y el compromiso social y político de mi ser de maestra.
 
 
Mientras miro mi colegio rodeado del paisaje paramuno, muy similar al de mi querido pueblo, reflexiono sobre el camino que he recorrido y me resulta gratificante saberme parte de esta escuela (me gusta seguir llamándola así, escuela en lugar de la formal nominación de institución educativa) que se ha constituido en un espacio de crecimiento no solo para los niños, sino para mí. Y es que es aquí, en esta escuela, donde he podido compartir con los chiquitines algunas de mis pasiones: la lectura y el estudio de la historia y la geografía. Sí, en esta escuela he podido echar a andar una propuesta que me ha traído grandes satisfacciones.
Debo decir que me siento privilegiada al ser protagonista por excelencia del proceso de construcción de conocimientos de mis estudiantes. Me hace feliz y orgullosa oírlos expresar con sus palabras lo que piensan; asumir su realidad con firmeza; usar lo que aprenden para aprender más y aplicarlo en otros contextos; demostrar interés por el acontecer nacional e internacional a pesar de que aún son niños, y tomar una postura crítica y reflexiva frente a los hechos. Me alegra y es motivo de tranquilidad para mí constatar que no temen a las evaluaciones y que las asumen como una oportunidad para adquirir nuevos conocimientos. Me llena de emoción verlos querer y disfrutar la escuela, ese espacio social irreemplazable.
Cada día de encuentro con mis estudiantes significa cumplir mi sueño de ser maestra, de estar en un aula incluyente donde enseño y aprendo a diario, y porque representa haber roto mis propios paradigamas. También me asaltan varias inquietudes que van más allá de los desafíos cotidianos de cualquier docente y que se extienden en el tiempo: ¿Cómo recordarán mis estudiantes, cuando sean adultos, su escuela? ¿Cuántos se dedicarán a enseñar?
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Laura María Pineda
Gran Maestra Premio Compartir 1999
Dar alas a las palabras para que se desplieguen por la oración y vuelen a través de los textos para que los estudiantes comprendan la libertad del lenguaje.