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Maestro que inspira

A todos nos pesa en nuestras vidas la experiencia de un profesor. 

Diciembre 22, 2017

Aquí en la memoria están los dos profesores. El primero, en bachillerato, en el pueblo, en el Colegio Isidro Parra del Líbano, tan refinado como para escuchar ópera en las noches en una vieja grabadora portátil.

Aún vive y enseña este profesor Echeverry. El segundo fue en Ibagué, en la Universidad del Tolima, un hombre de fina corbata y sombrero borsalino, el profesor Torres Barreto. Se lo debo todo a los dos.

Ambos me enseñaron el amor por los libros, la pasión por la literatura, el buen gusto por la palabra escrita, la ensoñación por la cultura. Pasaron los años y el día en que Gabriel García Márquez se ganó el Premio Nobel de Literatura, como periodista del diario El Tiempo, descubrí que en el barrio Pablo VI, en Bogotá, vivía quien había sido su profesor de literatura en Zipaquirá, tres años antes del 9 de abril.

Era ya un anciano pero estaba muy lúcido y recordaba con mucho cariño y simpatía a ese joven y flaco costeño con quien había discutido lo mejor de los clásicos rusos y franceses, desde Tolstoi hasta Flaubert. Al finalizar la charla, el profesor fue hasta un baúl y sacó de un folder tres páginas escritas en fina caligrafía, que habían sido guardadas con tanto esmero que no estaban amarillentas sino todavía blancas y pulcras.

Eran tres sonetos maravillosos, escritos a puño y letra por el propio estudiante García Márquez y en ellos flotaban hermosos aires de palomas y campanas. Me estremeció que ese profesor, que desde un principio había descubierto y pulido la joya literaria del Nobel colombiano, hubiera guardado con tanto celo durante más de 30 años aquellos sonetos de un estudiante remoto.

A todos nos pesa en nuestras vidas la experiencia de un profesor. Es que ellos, casi tanto o más que los padres, en un tiempo trabajaron sobre nosotros y esa huella, toda una impronta, persiste sobre nosotros como algo fundamental e inexorable. Como dijo Marcel Proust, sobre la persona humana sólo influye y decide lo que le sucede entre los 6 y los 12 años. Lo demás es nostalgia.

Y de ese período, por lo menos 60 por ciento del tiempo transcurre en las aulas y lo pasamos en manos de nuestros profesores. Allí se decide nuestro destino. Por eso en naciones serias como el Japón, un profesor de preescolar o de primaria puede ganar más que un alto ejecutivo de banco, porque ellos saben que se trata de personas que están construyendo ciudadanos del futuro, quienes a su vez van a sostener y engrandecer más a su nación.

Entonces los míos fueron el profesor Echeverry y el profesor Torres Barreto. Aunque siete años atrás, en la escuela pública, el profesor Lizarralde cogió una regla de madera y me dio una muenda tal que rodó la sangre hasta el piso. Es cierto, fue muy cruel. Pero no le guardo rencor porque aprendí de una vez y para siempre que jamás debía tomar lo ajeno, así fuera, como aquella vez, un bolígrafo de hermosa tinta verde.

Echeverry y Torres Barreto me enseñaron a viajar. A viajar con la imaginación, a través de los libros. El primer día de bachillerato, Echeverry me puso a leer una biografía de Aníbal, el general cartaginés que desafió a Roma.

En ese libro de pasta gruesa a colores, me maravillé con los elefantes que vienen de Africa, pasan por España y atraviesan los Alpes nevados hasta bajar a las llanuras italianas para desconcertar las legiones romanas.

De un sólo golpe entró a mi vida la magia de los libros, que me mostraban el mundo antiguo como una película en tecnicolor. Y así, según pasaron los años, este profesor me reveló la maravilla de los grandes escritores rusos, como Gorki o Chejov, y después los italianos, y seguimos así hasta llegar al Conde de Montecristo de Alejandro Dumas y aterrizar después en los clásicos españoles, de Cervantes a Quevedo, de Pío Baroja a Casona.

Echeverry me enseñó a descubrir que los libros son vivos, divertidos, llenos de pasiones y aventuras. Entonces le dije que quería vivir de las palabras que eran capaces de describir aquellas maravillas, que deseaba ser escritor o periodista. Me apoyó y lo fui. Y no hay dinero con qué pagarle a alguien que nos enseñó, que nos reveló la grandeza de los libros y que con ello nos enderezó la vida por un camino luminoso. Sólo gratitud.

Torres Barreto culminó la tarea en Ibagué. Ese hombre tan elegante y discreto, me enseñó en la Universidad que los libros además de acciones, pasiones y paisajes, también tienen atmósferas, sensaciones, olores secretos y sobre todo sentimientos. Y más que eso, espíritu, alma y muchas otras cosas intangibles que expresan la esencia humana.

Lo entendí cuando leí a Marcel Proust, a Thomas Mann, a Henry James y a Herman Hesse. Fue la literatura fina, intelectual, profunda, que complementaba aquella exterior y vigorosa que había descubierto en Jack London, Ernest Hemingway, John Dos Passos y William Faulkner.

Así fue como se me reveló lo interior y lo exterior de los libros, o sea lo que cobija y describe el cuerpo y el alma de los hombres. Entonces decidí que de manera modesta, sin buscar la grandeza, ni pretender la inmortalidad, tenía que dedicar la vida a vivirla entre los libros.

Ese mensaje recibido a tiempo, a través de aquellos dos profesores, me salvó de haber caído en la peligrosa aventura de una época turbulenta, revolucionaria, donde para los jóvenes de entonces Fidel Castro en Cuba o el Che Guevara en Bolivia eran los paradigmas a seguir. Pero nosotros contuvimos esos ímpetus gracias a los libros, a partir de los cuales descubrimos que también se podía ayudar a cambiar a Colombia y al mundo, como siempre debe creerlo todo joven, por intermedio de la literatura, de la pintura, de la música, del teatro, de todo aquello que revela y nos ayuda a comprender todas las grandezas y las miserias humanas.

Torres Barreto, ya muerto y Antonio Echeverry, todavía enseñando. Los dos hacen parte de mi memoria y gratitud porque a tiempo me ayudaron a definir y encausar mi vida. 

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Laura María Pineda
Gran Maestra Premio Compartir 1999
Dar alas a las palabras para que se desplieguen por la oración y vuelen a través de los textos para que los estudiantes comprendan la libertad del lenguaje.