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¿Quiénes somos y a quiénes educamos? Reflexiones bioéticas

El campo colombiano sería un paraíso sin la violencia asesina y expulsora. Y si la educación, la salud y el empleo hiciesen allí presencia con cobertura y calidad.

Junio 25, 2018

Unas de las características del mundo contemporáneo es la velocidad con que se lleva la vida y los innumerables cambios de las personas, las costumbres y las cosas. La realidad se mueve. Todo cambia. Nada permanece igual, aunque nos llevemos la falsa ilusión de apariencias que se quedan fijadas en nuestra memoria, acotando recuerdos que no quisiéramos olvidar porque nos duele perderlos. Es muy doloroso perder a una madre, a un hijo, a una esposa, a una novia bella que dejamos ir torpemente y que aún la llevamos en el alma, perder la casa paterna, o un paisaje hogareño que arrulló con sus ternuras nuestra infancia. Nadie quiere desprenderse de lo que ama.

Todos estos recuerdos que marcan nuestra subjetividad positivamente permanecen congelados en lo más íntimo de nuestro ser, sin envejecer. Sin caducidades. Desafiando el tiempo y sus patrañas destructoras de nuestras querencias. Sólo anclándonos en el mundo del afecto nada cambia. Todo permanece igual de inspirador como en la edad primera, renaciendo siempre como la primavera. Porque el mágico poder del afecto hace milagros. Allí todo permanece jubilosamente vivo.

Sin embargo, cuando los recuerdos son negativos, cargados de rabias, odios y rencores es muy difícil erradicarlos de nuestra trastienda psicológica porque no paran de corroer y mohosear el alma. Son pésimos inquilinos que se nos enquistan sin pagar renta. Si no los echamos a tiempo de nuestra casa, ellos terminan reclamando derechos de posesión como cualquier invasor de terrenos baldíos. Y nos tocará vivir con ellos, muy a nuestro pesar. Solamente el perdón que Dios inspira en el corazón de los creyentes logra sanar las heridas de los infortunios existenciales que no se olvidan, pero ya no duelen después de perdonar.

Por otra parte, la realidad objetiva no es así. Sigue su camino azaroso sin detenerse en nada, cambiándolo todo. Lo que fue ya no es. El presente siempre es algo nuevo. Y el futuro sólo existe cuando se vuelve presente. Razón tenía Heráclito, el viejo filósofo griego presocrático, cuando dijo: “En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”. “Todo fluye”, pensaba el filósofo. Así que nunca es posible bañarse varias veces en el mismo río porque este se mueve y cambia sin cesar, galopando cuesta abajo en su corriente tormentosa que le da continuidad. Tendríamos que agregar que también el bañista en algo cambia con cada zambullida, no es lo mismo de antes, aunque siga siendo él mismo, porque su esencia permanece. Parménides, otro presocrático, confirmó esto último: la permanencia del ser.

La filosofía heraclitiana del fluir permanente de la naturaleza, del continuo devenir, de dar de sí novedades que no existían antes, de la evolución, la corroboran actualmente las ciencias físicas y biológicas. En todas partes, los cambios modifican cuanto tocan. Es el tiempo lo que está tocando todo. El macro-tiempo medido por los relojes, los calendarios y la velocidad de la luz del universo en expansión. Pero también el micro-tiempo psicológico que va al ritmo de los afectos y desafectos, alegrando la vida individual o arruinándola con profundos pesares. Y con los dos anteriores, el meso-tiempo está gestionado por la cultura dominante que todo lo manipula y modifica creativamente con sus modos diversos de pensar y de vivir la vida, especialmente con el gigantesco poder de las tecnociencias.

Que todo fluye y cambia se hace evidente tanto en el mundo contemporáneo urbano como en el rural. Hasta en los sectores campesinos y pequeñas poblaciones, otrora de paso lento, abundante tiempo para la serenidad, las comidas tranquilas en familia, largas siestas, compartires vecinales, fiestas parroquiales, votos matrimoniales hasta que la muerte los separe, labranzas manuales y, en fin, vida apacible al ritmo del aparente lento fluir de la naturaleza, el reloj hiperactivo de los celulares urbanos ha llegado para quedarse en todas partes. Ese reloj que, al engullir las recargas de minutos en un santiamén, infunde nerviosismo entre sus adictos que no paran de hablar, chatear y preguntarle al profesor Google cuantas necedades se les ocurre.

Nada es estático. Todo está en movimiento y evolución. No tanto como en los grandes centros urbanos contaminados de estrés, polución ambiental, atracos, desempleo, competitividad, anomía y todo costoso. En las ciudades, más que en el campo, se padece de soledad afectiva aunque caminemos inmersos en multitudes. Quizás conocemos mucha gente, pero de manera superficial y pasajera, con relaciones frágiles y epidérmicas como aquellas que establecemos platónicamente con los personajes de la tele que cuentan con nosotros como simples números en los sondeos estadísticos de audiencia.

Todavía a las casas campesinas y de algunas cabeceras municipales se les puede llamar “viviendas familiares”, con toda propiedad, porque la gente nace, vive, trabaja, se recrea y muere en ellas acompañados solidariamente de los suyos. Pero en las metrópolis, las casas están siendo suplantadas por condominios con edificios de minúsculos y costosos apartamentos hostiles para los niños, ancianos, mascotas y plantas. Ya no son viviendas, ni residencias, sino pequeños dormitorios, porque la vida larga del día se lleva en los sitios de trabajo, en los despedidores restaurantes de comida rápida (también llamada “comida chatarra”), en los planteles educativos y en los centros comerciales.

Puesto que hoy no hay tiempo para cocinar nada serio, no existen más las empleadas domésticas y los niños escasean. En un futuro próximo, posiblemente desaparecerán también las cocinas, pues el hambre se alivia con cualquier sánduche frio, comidas precocinadas que se calientan en dos minutos, o con alimentos ligeros que llevan a domicilio en motocicletas. Y en vez de cocina, los matrimonios jóvenes urbanos y sin hijos, quizás preferirán un microondas, internet inalámbrico y doble garaje. Esto ya comenzó con los apartaestudios.

En los apartamentos nadie nace ni muere, para eso son los hospitales con toda su parafernalia tecnológica y servicios burocráticos despersonalizados. Y qué decir de las funerarias… todo reglado estéticamente para que la velación y el duelo sean más un acto social que una condolencia afectivo-espiritual. Hoy se prefiere la cremación y los ritos fúnebres no con el cadáver que incomoda a propios y extraños, sino con las cenizas en una urna discreta. No lucen bien el llanto, las lamentaciones y los rostros tristes ante los invitados al funeral, como tampoco los trajes negros de luto riguroso. Es mejor aparentar fortaleza de ánimo y evitar largos abrazos y palabras conmovedoras de consolación, pues cada vez hay menos personas con tiempo y comprensión suficientes para repetidos acompañamientos de pesar a los dolientes. Las nuevas reglas sociales urbanas dejan la pesadumbre severa para la privacidad del duelo, pues es mejor en nuestros días proyectar siempre una buena autoimagen ante la gente. Esta es la tendencia en las grandes urbes aceleradas, donde la muerte estorba, interrumpe nuestras rutinas y múltiples compromisos diarios. La muerte no va con el modelo de felicidad que nos vende el sistema educativo, las piñatas de avisos comerciales en todos los medios, las compañías de viajes turísticos, las infinitas ofertas de planes recreativos y hasta el mismo imaginario colectivo publicitado por las agencias de salud prepagada.

De todas maneras, se vive mejor en los pueblos y fincas, donde los vínculos interpersonales tienen la fuerza duradera del hogar y las amistades sinceras, se respira aire puro, se cosechan frutos de pancoger, ya se cocina con gas, es común el teléfono celular, con la electricidad llegan los electrodomésticos y se mantiene interconectado con el mundo. Hasta la pobreza es más llevadera en el campo. Claro está que el campo colombiano sería un paraíso sin la violencia asesina y expulsora. Y si la educación, la salud y el empleo hiciesen allí presencia con cobertura y calidad.

En fin, ¡que vivan los cambios! Porque si la naturaleza cambia permanentemente para dar de sí biodiversidad por autopoiesis, los seres humanos somos también naturaleza con un plus de emotividad, volición, inteligencia y creatividad, con lo cual hacemos cultura y somos cultura. Con la cultura devenimos en ser una fábrica incesante de deseos que nunca paramos de satisfacer. Especialmente los jóvenes que se quieren beber la vida de un solo trago. ¡Lástima que los adultos no les sigamos el ritmo! No importa si en todo cambio algo valioso se pierde. Lo importante es que en las restas y sumas no quedemos en rojo, obtengamos ganancias.

A las personas mayores nos aterra caminar entre luces y sombras. Nos llenamos de inseguridades. Detestamos las incertidumbres. Queremos ir a la fija en todo. Percibimos apesadumbrados las crisis culturales y somos lerdos para buscar soluciones. Nos falta capacidad de riesgo para cambiar lo que debemos abandonar a tiempo por obsoleto. Porque somos de corta creatividad, innovación, lucidez y audacia. Y con estos lastres que hacen la vida lenta, ¿con qué autoridad moral presumimos de ser educadores para cambiar la sociedad hacia una vida mejor? ¿Seremos un palo en la rueda de la carreta estudiantil, briosa y veloz?

La crisis de por sí es positiva y nos purifica de seguridades fútiles. Nos lleva a asirnos de lo esencial, a esperar una nueva creación, a re-crearnos, cuando parece que reina el caos predicado como desgracias por ruinosos profetas apocalípticos.

La crisis es global, porque vivimos en un mundo globalizado que ha convertido el cambio acelerado en el nuevo paradigma cultural. Ya no podemos volver atrás, a las viejas costumbres; la naturaleza tampoco lo hace porque el tiempo es irreversible y no pasa en vano. El mundo moderno echó por tierra las ideologías, los fundamentalismos y las falsas seguridades. Estamos en una era de cambios, pero también en cambio de era que nos exige vivir en el espacio de la diversidad y la alteridad, de la tolerancia y la inclusión, de la fidelidad creativa, de fortalecer la espiritualidad para trascender exitosamente el secularismo y el materialismo consumista. En fin, la cultura del cambio nos está pidiendo pasar de los signos de los tiempos al tiempo de los signos. En esto está la bioética.

 

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Gustavo González Palencia
Gran Maestro Premio Compartir 2008
ogré incentivar en niños y jóvenes el gusto por la música y la ejecución de instrumentos musicales.