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Entre la ignorancia y las competencias: la clase de filosofía como un espacio para la singularidad del sujeto

La importancia de que el docente se reconozca ignorante, pues con ello se permitirá ahondar en intereses y necesidades.

Diciembre 1, 2016

En las siguientes líneas explicaré los motivos por los que considero que una clase de filosofía debería ser un espacio que albergue la singularidad del sujeto, que para el caso de la educación media es nuestro estudiante adolescente. Dividiré este escrito en tres partes, tal y como se estructuran las clases en la Institución Educativa Compartir Suba. Un momento inicial donde se movilizan los saberes previos; otro intermedio en el que se desarrolla el propósito de la clase, es decir los conceptos y las competencias propias de la asignatura; y, un momento de cierre, en el que se realizan los procesos de meta-cognición que darían garantía de un aprendizaje significativo.

Momento Uno: La entrevista de trabajo.

Buscando mi primer empleo como licenciado, formación con la que no contaba, me encontraba frente a un rector de formación lasallista que no sólo preguntaba a los cinco postulados cuál había sido nuestra experiencia laboral como profesores, sino cuál era nuestra posición frente a la enseñanza de la filosofía. Pensé entonces que de alguna forma buscaba hacer una diferencia entre enseñar filosofía y enseñar a filosofar, y me la jugué por la segunda. Así, el entrevistador encontró en mí el potencial de un docente que siendo cercano a los estudiantes les permitiera construir un discurso crítico, una visión que fuera más allá de sus narices.

Momento dos: el adolescente y su docente.

Ya en las labores del cotidiano mis primeros acercamientos gozaron de dos características: 1) fueron netamente magistrales y, 2) se basaron en textos clásicos que me vi obligado a dividir y para cuya comprensión me convertí en un Sócrates que buscaba acercar interrogantes universales a realidades más particulares, las de mis estudiantes y sus contextos. Al ser magistral me sentía platónico, mientras en el trabajo con pequeños grupos, en el de tutor o guía de aprendizajes cooperativos, me sentía socrático: más partero, menos sofista.

Con el tiempo fui dejando de lado el manejo cronológico de la filosofía. El orden milimétrico con el que se mide en las pruebas de los que se convertirán en los futuros docentes del Estado en la educación media. Presocráticos, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Hume, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Freud, Wittgestein, Frege y Rawls. Alejándome,  imperaba la pregunta: ¿Qué de cada uno de ellos, de sus escuelas y sus métodos, me servía para ser hilo conductor de la empresa de ilustrar al adolescente, de guiarlo en la busca de la autonomía de su razón? Así, los debates y los escritos fueron claves para encausar la magistralidad y la lectura de los clásicos. Poco a poco los filósofos no filósofos llegaron junto a los seminarios y, hoy por hoy, lo interdisciplinar y la investigación buscan enmarcar tanto los planes de estudio como las estrategias pedagógicas para desarrollar los mismos.

Se me preguntará entonces cómo se ha dado este proceso. Para ello, he contado con las guías que definen el título de esta charla. Estar entre la ignorancia y las competencias implica que el docente se tome en serio la popularizada máxima socrática del “sólo sé que no sé nada” para que así reconozca en el adolescente un sujeto de deseo que se pregunta sobre la re-escritura de su entrada en el lazo social. Esto, permitiría el desarrollo de las competencias que en nuestro sistema educativo dan línea a lo que se espera que los docentes de filosofía hagamos en el aula. Entonces, cuáles son esas competencias.

Se trata de la crítica, la dialógica y la creativa; competencias específicas de la filosofía que vienen desde las  Orientaciones pedagógicas para la Filosofía en la Educación Media del MEN de Colombia. Éstas se proponen:

“fomentar el diseño de recursos didácticos para abordar problemas epistemológicos, estéticos y éticos a partir del ámbito particular de cada institución educativa, con el objeto de introducir a cada estudiante en los dominios de la teoría del conocimiento, la teoría del arte y la concepción del sentido del actuar humano, tanto en el ámbito de la conducta individual como en el de la participación política” (ibíd.).

Además, agregan que:

“El pensamiento y la personalidad del adolescente están más cerca de la cotidianidad, con sus inquietudes y con sus propios conflictos, que de los problemas generales que trabaja la Filosofía. Pues bien, estas características del joven estudiante de nuestros colegios, más que una dificultad son las señales para abordar la Filosofía y lograr que, a través de ella, se pueda completar la formación de los estudiantes” (ibíd., 103).

Y, bajo estas indicaciones, cómo es posible dejar de escuchar un “¿Para qué la filosofía?” que avanza como un rebelde: “¿Para qué la escuela?”; convirtiéndose, en los mejores casos, en un: ¿por qué estudiar filosofía? o ¿por qué filosofar? En los mejores casos, digo, pues a mi parecer, hay un avance del “para qué” al “por qué”. Mientras el primero es utilitario y sólo busca el tener, sobre todo cuando se enuncia como “esto para qué sirve”: “¿Qué obtengo a cambio si lo hago?”; el segundo es más bien investigativo, busca las causas de una disposición frente al mundo, toma partido desde esa autonomía de la razón que mencionábamos antes, se compromete con responder y acude las herramientas que se le ofrezcan para ahondar sobre las preguntas propias que surgen desde su singularidad.

En la creación de este espacio y la identificación de las necesidades propias del adolescente, que según la población con la que trabajemos, suelen ser las de una “filosofía mundana”, más que una “académica”[1], se requiere romper con el miedo de construir currículos flexibles que partan de los temas de interés de los estudiantes, de arriesgarse a trabajar junto a otras asignaturas, de ejercer una constante investigación del mundo que habitan los jóvenes y de las formas en que la filosofía puede cuestionar los diferentes saberes que tienen cabida tanto allí como en la escuela. He allí pues la importancia de que el docente se reconozca ignorante, pues con ello se permitirá ahondar en esos intereses y necesidades.

Tercer Momento: ¿Cómo hacerlo?

En el fondo, sólo con un docente que reconozca dos aspectos. Tanto su propia ignorancia, como la habilidad de reelaborar preguntas ya planteadas por la tradición filosófica –para así acercarse a la “filosofía mundana” sin dejar de lado la rigurosidad y disciplina de la “filosofía académica” y, de lo que se pide en las nuevas formas de evaluar como la prueba de Lectura Crítica del Icfes. Pero, ¿por qué enfatizó en la ignorancia del docente?

Si las orientaciones del Ministerio de Educación Nacional de Colombia nos aclaran que aunque “en algún momento se ponía en duda que la filosofía fuera un conocimiento valioso para los estudiantes debido a su abstracción y por el momento vital que atraviesan los jóvenes, pues podría agudizar la crisis de la adolescencia. Sin embargo, esta inquietud olvida que el estudiante necesita no sólo espacio para poder expresar sus preguntas sino que además, requiere una orientación y guía para afrontarlas” (24). Con ello el docente y la escuela cobran valor.

Para caracterizar su importancia acudo a las reflexiones de Philippe Lacadee, psiquiatra y psicoanalista francés, que en su texto “¿Por qué los sufrimientos modernos son siempre singulares?” (2004) expresa que:

“El docente debe entusiasmarse en la trasmisión de su saber. Cuanto más manifieste que ahí está la causa de su deseo, más hará del alumno el destinatario de un deseo de saber. Es el deseo de trasmitir el que puede llevar al alumno a revestirse con los valores del profesor. El sujeto se resiste a llegar a ser el alumno que aprende. Pero esta resistencia puede venir también del profesor que, por tanto, está inmerso en la inseguridad lenguajera, ya que su discurso gira en el vacío y no ha comprendido que en nuestra época la manera de inscribirse en la lengua del sentido común del joven ha cambiado” (195)

De tal modo, la ignorancia de la que he hablado no sólo es la que mueva al docente a investigar y acercarse a esa lengua del sentido común del joven, sus intereses y necesidades y las formas en las que los cuestiona, niega o afirma, sino una ignorancia de una fórmula clave para enseñar, ignorancia que le permite crear un espacio para que el amor por el saber se trasmita a su estudiante a través de diferentes tipos de estrategias pedagógicas en las que, como advertimos antes, se respondería desde una filosofía mundana que no perderá de vista la tradición filosófica.

[1] Ernesto Castro plantea tal distinción basado en el marco marxista de la realización de la filosofía, una filosofía práctica que deja de interpretar el mundo para transformarlo. Habla entonces de la filosofía de cada quien, de la forma de pensar el mundo de cada quien. Minuto 23 en https://youtu.be/1W9K-Y3w6zw.

Texto basado en la ponencia del mismo nombre presentada en el foro: “Experiencias en la enseñanza de la Filosofía en la educación media” organizado por el SEMILLERO DE INVESTIGACIÓN EN FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN de la Universidad Nacional de Colombia: Bogotá, noviembre 14 de 2016.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Maestro de Filosofía Institución Educativa Compartir Suba
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Luis Fernando Burgos
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