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El cerebro en la adolescencia: el secreto del éxito de nuestra especie

Los adolescentes son, a menudo, estigmatizados. Sin embargo, el cerebro humano se desarrolla de manera exponencial en esta etapa de la vida.

Marzo 25, 2020

“El cerebro del adolescente no es defectuoso, ni tampoco se corresponde con el de un adulto a medio formar. La evolución lo ha forjado para que opere de distinta forma que el de un niño o el de un adulto.” Jay N. Giedd

Cuenta la prestigiosa neurocientífica, Sarah-Jayne Blakemore, que un amigo suyo siempre conseguía que su hija de diez años dejara de hacer travesuras en el supermercado, junto a su hermana menor, prometiéndole que le cantaría una canción allí mismo. La estrategia siempre surtía efecto, las niñas dejaban de portarse mal y escuchaban su canción favorita.

Sin embargo, cuando su hija mayor cumplió trece años, el padre observó que la única forma de conseguir que dejara de enredar con su hermana en las tiendas era amenazándola con cantar. Imaginar a su padre en público era suficiente para que se portaran bien. ¡Cuántos cambios en tan solo unos años y cuántas nuevas oportunidades!

Cambios en el cerebro adolescente

Los estudios con neuroimágenes de los últimos años han revelado que la adolescencia constituye un periodo en el que se produce una extraordinaria reorganización cerebral, tanto a nivel funcional como estructural, comparable con la que acontece en los tres primeros años de vida. Y es esta gran plasticidad cerebral la que hace que la adolescencia sea un periodo de grandes oportunidades, pero también de grandes riesgos. Así, por ejemplo, el adolescente puede progresar rápidamente en su desarrollo cognitivo, emocional y social, pero también es más vulnerable a conductas de riesgo o a trastornos psicológicos.

En términos generales, durante la adolescencia se dan dos grandes cambios en el cerebro, tanto en el de las chicas como en los chicos. El primero corresponde a un incremento de la sustancia blanca (axones recubiertos de mielina) y el segundo a un descenso gradual de la sustancia gris (estructuras no mielinizadas, como somas neuronales y dendritas).

En la corteza frontal, a diferencia de lo que ocurre en otras regiones cerebrales, las sinapsis continúan proliferando durante toda la infancia y se alcanza un máximo de la sustancia gris a los 11 años en las chicas y a los 12 años en los chicos, aproximadamente (Lenroot y Giedd, 2006; ver figura 1). En los años posteriores va disminuyendo de forma gradual y luego se mantiene bastante estable en la vida adulta. La eliminación selectiva de conexiones se debe a un proceso de poda que permite mantener sinapsis que se utilizan y desechar aquellas que no (a nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o tíralo”) para mejorar así la eficiencia neuronal. La última región en la que se aprecian este tipo de cambios es la corteza prefrontal, la sede de las llamadas funciones ejecutivas, aquellas que nos permiten tomar decisiones adecuadas y que, en definitiva, nos hacen humanos.

Junto a esto, también se produce un incremento de la sustancia blanca en la corteza prefrontal durante la adolescencia. Este es el resultado de un proceso de mielinización que empieza en la infancia y se prolonga hasta la adultez con el que las neuronas, conforme van desarrollándose, crean una capa de una sustancia grasa blanca llamada mielina en torno a los axones que mejora la velocidad de transmisión de información entre las neuronas y conlleva un aumento de la conectividad entre las regiones cerebrales (Giedd et al., 2015). La rápida mielinización de las neuronas en la adolescencia permite coordinar una gran diversidad de tareas cognitivas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, para así ir mejorando progresivamente su funcionamiento ejecutivo. Y conforme van mejorando la conectividad y la eficiencia neuronal, se va configurando el cerebro adulto.

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Emoción vs control

Los cambios más importantes que se dan en el cerebro durante la adolescencia no están asociados al desarrollo de regiones cerebrales sino a un proceso de reorganización que mejora la comunicación entre las mismas. Estos cambios se dan, principalmente, en la corteza prefrontal y en el sistema límbico o emocional.

En la actualidad, se cree que lo más determinante para explicar la conducta típica del adolescente no es únicamente el desarrollo tardío de las funciones ejecutivas, asociado al lento proceso de maduración de la corteza prefrontal -que puede alargarse hasta pasada la veintena-, o los cambios drásticos que experimenta el sistema límbico durante la pubertad estimulado por las hormonas, sino el desfase temporal entre ambos procesos (ver figura 2).

La mayor sensibilidad de regiones subcorticales durante la adolescencia promueve la aparición de conductas evolutivamente muy arraigadas que animan al joven a explorar nuevos ambientes, asumir riesgos o alejarse del entorno familiar para entablar relaciones entre iguales, por ejemplo. Pero la falta de desarrollo de la corteza prefrontal explicaría su mayor dificultad para controlarse, entender a los demás o percibir esos mensajes tan importantes en las interacciones sociales.

Asimismo, las diferencias en el ritmo de maduración cerebral y en la producción hormonal podrían explicar, en parte, por qué la adolescencia afecta de forma diferente a las chicas y a los chicos. Por ejemplo, en las chicas maduran antes regiones de la corteza frontal, que intervienen en el procesamiento lingüístico o en la inhibición de impulsos, y el hipocampo, imprescindible en los procesos de memoria y aprendizaje. Mientras que en los chicos madura antes el lóbulo parietal inferior, fundamental para las tareas espaciales, o la amígdala (Lenroot y Giedd, 2010).

Y en lo referente a las cuestiones hormonales, sabemos que en las chicas existe una gran sensibilidad a las relaciones sociales. La liberación de dopamina y oxitocina activada por los estrógenos explicaría la necesidad que tienen de compartir experiencias con sus amistades. Mientras que en los chicos el aumento de los niveles de testosterona o de vasopresina justificaría la falta de interés social o la ansias por ser competitivos, respectivamente, que tantas veces percibimos en ellos.

El placer de la recompensa

El proceso de reorganización y maduración gradual que experimenta el cerebro en la adolescencia afecta a regiones que regulan la experiencia del placer (recompensa), la forma en la que vemos y pensamos sobre los demás (cognición social) y cómo nos controlamos (autorregulación).

Relacionado con la búsqueda de la novedad y las conductas de riesgo típicas en la adolescencia, se ha comprobado que en la pubertad, especialmente, existe un incremento en la densidad de receptores de dopamina (Silverman et al., 2015). Este neurotransmisor asociado a la curiosidad y a la búsqueda de lo novedoso interviene en el llamado sistema de recompensa cerebral, el que nos motiva y nos permite aprender. Los adolescentes resuelven los problemas de forma similar a los adultos y reconocen los riesgos igual que ellos, pero son más sensibles a las recompensas. O si se quiere, valoran el premio por encima de las posibles consecuencias negativas. Y en presencia de sus amigos, el efecto se amplifica.

Gardner y Steinberg (2005) utilizaron un videojuego en el que los participantes debían atravesar una ciudad con un coche lo más rápido posible porque cobraban en proporción al tiempo invertido. En muchas intersecciones del recorrido había semáforos que se ponían de forma aleatoria en ámbar y ello obligaba a tomar una rápida decisión. El jugador podía esperar y reanudar la marcha en verde o ahorrar tiempo atravesándolo en ámbar, aunque se exponía a un choque probable que le penalizaría con un intervalo de tiempo mayor. Pues bien, cuando los adolescentes hacen el recorrido solos asumen unos riesgos parecidos a los de los adultos. Sin embargo, en compañía de sus amigos -incluso cuando no se les deja comunicarse entre ellos- cambian su forma de conducir e incrementan mucho más sus riesgos (ver figura 3), algo que no ocurre en los adultos porque siguen conduciendo de la misma forma aunque tengan al lado sus amigos.

Qué importante para el adolescente es sentirse aceptado por el grupo de iguales. La respuesta del cerebro a la exclusión del grupo es similar a la que se observa en situaciones de amenaza física o de depresión (Masten et al., 2009).

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Desarrollo de la cognición social

El desarrollo de las competencias sociales que nos permiten interactuar y entender a otras personas también se ve afectado de forma especial en la etapa adolescente. Imaginemos que participamos en una tarea típica de laboratorio (Kilford et al., 2016) en la que hay una estantería con diversos objetos, algunos de los cuales no puede ver una persona que está situada detrás porque están tapados por un fondo gris oscuro (ver figura 4a; Director Condition). Esa persona nos pide mover algunos objetos pero, naturalmente, serán aquellos que él sí puede ver. Por ejemplo, nos puede decir “Mueve la pelota más grande”. Desde nuestra perspectiva, esa pelota es la de baloncesto, sin embargo, esa no la puede ver la otra persona, por lo que debemos ponernos en su situación y entender que se está refiriendo a la de fútbol. En el laboratorio se suministra este tipo de tareas a adolescentes y a adultos y también se realizan en una situación de control en la que no hay persona detrás (ver figura 4b; No Director Condition) y simplemente hay que aplicar la regla “ignorar los objetos con el fondo gris oscuro”.

Aunque pueda parecer sorprendente, los adultos cometen un 50% de errores en la tarea en la que han de seguir las instrucciones de la otra persona y muchos menos cuando solo deben recordar la regla de ignorar el fondo gris. Como se puede observar en la figura 5, los errores van disminuyendo en las dos situaciones conforme se va incrementando el rango de edad de los participantes.

Pero al comparar los dos últimos grupos, el de los adolescentes entre 14-17,7 años y el de los adultos, no hay casi variación en la condición ‘sin director’,  pero sí que existe una mejora significativa en la condición ‘con director’. Es decir, el adolescente emplea de la misma forma que el adulto las estrategias cognitivas básicas, pero le falta desarrollar la capacidad para interpretar las acciones ajenas, lo cual es imprescindible para navegar con rumbo en el océano de las relaciones sociales.

Un mayor conocimiento del cerebro adolescente posibilitará optimizar su desarrollo, pero también nos ayudará a diferenciar las conductas típicas de esta etapa y las enfermedades mentales. Porque, con la excepción del TDAH, los trastornos de aprendizaje o el autismo, por ejemplo, la gran mayoría de trastornos, como la depresión, la anorexia o la bulimia, el trastorno bipolar, los trastornos de ansiedad, la drogadicción o la esquizofrenia, se inician en el periodo comprendido entre los 10 y los 25 años de edad (Lee et al., 2014).
Importancia del contexto

La inclinación a tomar riesgos en la adolescencia ha demostrado tener un valor adaptativo porque, en muchas ocasiones, el éxito en la vida requiere afrontar situaciones menos seguras. Al igual que ocurre con la tendencia a relacionarse con iguales -los compañeros de la misma edad ofrecen más novedades que el entorno familiar ya conocido-, las conductas de riesgo entre los adolescentes se han observado en todas las culturas, aunque en grado diferente (Steinberg, 2014). Esto sugiere que, en lugar de intentar cambiar la naturaleza adolescente, deberíamos incidir en el contexto en el que estas inclinaciones naturales se dan.

Por ejemplo, muchos programas educativos de prevención -como los de embarazos no deseados o de consumo de alcohol- asumen que los adolescentes pensarán en las consecuencias futuras de sus actos en estados de alto impacto emocional (no lo harán) o que asumen riesgos porque no están bien informados sobre esas consecuencias (no son conscientes de ello).

Otro enfoque diferente que no se limita a suministrar información sobre las actividades de riesgo y que está mucho más en consonancia con las necesidades cerebrales del adolescente es el de los programas que inciden en la mejora de la autorregulación. Y aunque la contribución de la escuela puede ser importante, la incidencia del entorno familiar es fundamental. Los hijos de padres que captan sus necesidades afectivas, fijan límites adecuados y fomentan una autonomía que les permite desarrollar todo su potencial tendrán una mayor probabilidad de mejorar su autorregulación y tener éxito en la vida (Luyckx et al., 2011).

También puede resultar muy beneficioso para los adolescentes, especialmente para aquellos que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos, participar en actividades extraescolares bien estructuradas y supervisadas por los adultos, como en el caso de los deportes o del teatro. De hecho, las decisiones que toman los adolescentes en presencia de un adulto ligeramente mayor que ellos son mucho más prudentes que las que toman en presencia de sus compañeros, similares a lo que deciden cuando están solos (Silva et al., 2016; ver figura 6).

El poder de la autorregulación

La capacidad de controlar nuestras acciones depende de la integridad del sistema de funcionamiento ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza prefrontal. El lento desarrollo de esta región -la más moderna del cerebro, pero también la más vulnerable- hace que el desarrollo de la autorregulación sea el gran objetivo que deberíamos perseguir los educadores, especialmente en la adolescencia, y más ahora que constituye un periodo más amplio. Pero ello requiere ir más allá de la enseñanza de competenciales académicas que tienen una incidencia menor en el desarrollo de la persona y en su éxito en la vida.

Sabemos, por ejemplo, que el estrés, la tristeza, la soledad o la fatiga pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal e interferir con el autocontrol a cualquier edad, pero la incidencia será mayor cuando su desarrollo es parcial, como en el caso de los adolescentes. Afortunadamente, disponemos de múltiples evidencias empíricas de distintos tipos de programas que pueden beneficiar el desarrollo de la necesaria autorregulación, imprescindible para el desarrollo académico y personal del joven. Según Steinberg (2014), las estrategias más útiles para el adolescente provienen del entrenamiento cognitivo, el ejercicio aeróbico, el mindfulness y los programas de educación emocional.

En lo referente al contexto escolar, los programas de ejercicio físico con adolescentes constituyen una estupenda forma de entrenamiento ejecutivo y son muy adecuados para combatir el estrés, mientras que los programas de educación socioemocional son imprescindibles en el desarrollo de competencias emocionales básicas, algunas de las cuales se refuerzan cuando se integra el mindfulness en las actividades. Y no olvidemos la importancia de la educación artística en el entrenamiento del autocontrol, como en el caso del teatro (ver video). Cuando el niño o el adolescente cante o actúe inhibirá los impulsos, no se distraerá y estará orgulloso de mostrar el resultado final a sus compañeros. Y eso ocurre porque encuentra motivadoras las actividades propuestas. Esa es la clave de la efectividad de las tareas lúdicas, deportivas o artísticas.

Del problema a la oportunidad

La gran plasticidad del cerebro durante la adolescencia convierte esta etapa en una oportunidad fantástica para el aprendizaje, el desarrollo de la creatividad y el crecimiento personal del estudiante. Tanto que algunos autores sugieren que la adolescencia podría representar un nuevo periodo sensible en el desarrollo cerebral, tras las ventanas plásticas tempranas asociadas al desarrollo sensorial, motor o del lenguaje (Furhmann et al., 2015).
Conocer las particularidades del desarrollo cerebral hará que no estigmaticemos las conductas típicas observadas y entendamos que el adolescente necesita nuestra guía, supervisión y comprensión. Como el cerebro adolescente es especialmente sensible a lo novedoso, sería interesante implicar a los alumnos en actividades que constituyan retos estimulantes que les permitan amplificar esas ansias que muestran por ser creativos.

El adolescente busca nuevas expectativas y quiere investigar sobre su propia identidad, por lo que nada mejor que animarle a adoptar formas de pensamiento abiertas. Esto puede conseguirse a través de proyectos transdisciplinares como los APS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el aprendizaje a situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. Porque los estudios longitudinales con adolescentes revelan que el mejor rendimiento académico y las relaciones más satisfactorias entre compañeros están asociadas a un trabajo cooperativo en el aula y no a uno individualista (Roseth et al., 2008).

Por otra parte, cuando se les hace preguntas del tipo “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que vinculen la respuesta a lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). Y es que así somos los humanos, seres sociales con una capacidad de cambio, adaptación y aprendizaje única. Especialmente, en la adolescencia. Gracias a nuestro cerebro.

Contenido publicado originalmente en el blog Escuela con cerebro. Su reproducción se realiza bajo autorización del autor.

 


Imagen pixabay.com

 

 

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Escrito por
Profesor del posgrado de neuroeducación de la Universidad de Barcelona
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