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El liderazgo pedagógico del rector

Los colegios están sujetos a normas, existen manuales de funciones, hay procedimientos y protocolos, pero nada de eso sustituye la responsabilidad de llevar el buque a puerto seguro.

Septiembre 12, 2016

En una memorable jornada de trabajo con rectores de los colegios oficiales de la ciudad de Pasto se nos ocurrió que una metáfora muy ilustrativa de lo que podría ser un camino para comprender el rol de los rectores: es el oficio del capitán de barco.

Tiene que aventurarse en el océano inmenso e incierto con una tripulación que generalmente no ha sido elegida por él, en una nave de características determinadas que debe cumplir un itinerario en un cierto tiempo bajo condiciones muchas veces impredecibles. La responsabilidad que se le encomienda es transportar un grupo de personas con seguridad de un lugar a otro durante un trayecto de varios días o semanas.

Cabría entonces preguntarse por las características de quien debe guiar el viaje. En las novelas románticas de los veleros mercantes del siglo XVIII se acuñó la descripción de los grandes capitanes de bergantines, galeones, navíos y fragatas como “lobos de mar”. Todos ellos, fueran civiles dedicados a garantizar el comercio entre Europa y las colonias, militares que transportaban ejércitos y conquistadores o piratas que infestaban los mares en busca de tesoros, tenían en común su capacidad de descifrar los vientos, leer las estrellas, coordinar el trabajo de sus tripulaciones, sortear las tormentas, asegurar el buen estado de sus buques en medio de los imprevistos y mantener el rumbo a lo largo de semanas. Por eso cuando partían se les deseaba “buen viento y buena mar”. Necesitaban dos cosas fundamentales: conocimiento y liderazgo. Y, además, buena suerte.

No puede uno imaginar una de esas travesías sin un capitán capaz de controlar a su tripulación y coordinar los esfuerzos de todos para aprovechar de la mejor manera las condiciones del clima, decidir el momento apropiado para izar o arriar las velas, regular la comida y el agua para asegurar la alimentación durante todo el viaje, resolver los conflictos entre marineros usualmente pendencieros y armados de herramientas y cuchillos y tomar decisiones drásticas ante imprevistos y averías en la nave. No hay duda de que el liderazgo, que es esa particular capacidad de combinar la admiración con la autoridad, era la condición fundamental para ofrecer seguridad a un puñado de gente que se lanzaba a la inmensidad del océano sin más apoyo que el de una frágil embarcación y un jefe.

Pero la seguridad que ofrecía un capitán de estos no aparecía de buenas a primeras, ni venía por el simple hecho de que un rey o reina lo pusiera allí. Tampoco se lograba a partir de un manual de funciones o de un curso de capacitación de unos meses. Para conseguir el respeto de quienes le confiaban su vida en mundos desconocidos requería de extraordinarias cualidades que sólo se adquieren con la experiencia y el conocimiento. Muchos de estos hombres habían iniciado su vida en el mar desde niños, haciendo desde los oficios más pequeños hasta los que requerían mayor destreza. En su momento habían pasado por la cocina y la limpieza, habían aprendido a trepar mástiles, atar cabos, reparar cascos, enfrentar tormentas, asegurar la carga, leer los mapas, calcular distancias y dirimir pleitos. De esta manera, cuando llegaban al mando conocían muchos secretos de la navegación, habían adquirido experiencia en el manejo de las dificultades, habían visto actuar a otros capitanes, se sentían seguros de sí mismos y tenían completa claridad sobre sus limitaciones y fragilidades ante las terribles y poderosas fuerzas de la naturaleza. Sabían que durante el tiempo que durara un viaje estarían completamente solos, dependiendo exclusivamente de su capacidad de tomar decisiones apropiadas para mantenerse vivos y llegar a su destino.

Desde luego, la historia de los naufragios es enorme, porque muchos no tuvieron éxito en su tarea, porque tuvieron la mala suerte de enfrentarse a condiciones demasiado adversas o porque los capitanes no estuvieron a la altura de las circunstancias. Durante siglos el mar se tragó miles de vidas humanas e incontables riquezas.

La misma metáfora la podríamos extender al mundo de hoy, pensando en esos inmensos transatlánticos que albergan a miles de turistas que anhelan unas semanas de recreación viajando en cruceros. Podemos todavía preguntarnos  sobre los comandantes de estos buques, o de los grandes portaviones y cargueros que circulan por todos los mares del mundo moviendo el comercio, protegiendo a las naciones, transportando alimentos vitales para la supervivencia humana.

Es cierto que los grandes buques de hoy tienen una complejidad impensable hace doscientos años: disponen de máquinas que requieren operadores expertos, sistemas de orientación guiados por radares y satélites y sistemas de comunicaciones que les permiten estar en contacto con los puertos. También sus tripulaciones cuentan con ingenieros y técnicos preparados en universidades y centros de entrenamiento especializados. Si bien estas ayudas simplifican algunas prácticas hay otras condiciones que hacen la tarea muchísimo más compleja, pues un capitán no puede conocer con detalle cada uno de los sistemas mecánicos y electrónicos de los cuales depende la buena marcha de la nave. Las tripulaciones son numerosas y existen muchos niveles de mando, la alimentación y las provisiones se hacen complejas, las regulaciones portuarias y los conflictos entre naciones implican nuevas dificultades, la movilización de ciertas mercancías representan riesgos terribles no solo para los barcos sino para el medio ambiente y para la población del planeta, los conflictos humanos se multiplican… y, además, el mar sigue siendo inmenso y la adversidad de la naturaleza puede hacer de uno de estos monstruos de la ingeniería una frágil cáscara de nuez impotente para sortear una tormenta, un tsunami o un iceberg como el que hundió al Titanic.

La pregunta sobre el mando sigue vigente: ¿Podría entregarse la conducción de un buque a cualquier profesional recién egresado de una maestría universitaria? ¿Existirá un curso de capacitación que garantice que con el título universitario se puede uno lanzar con 30.000 toneladas de petróleo al Mar del Norte? ¿Bastarán un par de años de experiencia profesional para comandar un crucero con tres mil turistas y más de quinientos tripulantes? Es apenas obvio que la respuesta a cualquiera de estas preguntas es negativa. A nadie se le ocurriría que semejantes responsabilidades puede asumirlas cualquiera. Se necesita mucho más que esos requisitos académicos. Un capitán de barco actual está sometido a muchos condicionamientos legales, debe acreditar conocimientos y experiencia de manera gradual, debe acumular muchos años de práctica y seguramente debe dominar varios idiomas. También existen manuales de funciones que determinan su contrato laboral, protocolos de mando, organigramas y leyes internacionales que regulan su desempeño. Pero antes que nada, y a pesar de los nuevos contextos en que se realiza su misión, debe destacarse por un liderazgo que le permita tomar decisiones en el momento adecuado para mantener el rumbo y garantizar la seguridad.

También es cierto que ningún comandante naval contemporáneo puede conocer todos los detalles técnicos de su barco, así que requiere de la colaboración de numerosos tripulantes expertos a quienes debe escuchar para luego tomar decisiones basadas en la información que ellos le suministran. Para ello requiere criterio y serenidad, necesita capacidad de contrastar puntos de vista y, finalmente, decidir en función de una responsabilidad final que sólo a él le asiste.

Podríamos concluir, por ahora, que la única manera de asegurar que el transporte marítimo del mundo funcione es contando con los mejores capitanes de barco que sea posible. Ellos, al final, son los responsables de lo que ocurra entre el momento de la partida de un puerto hasta la llegada a su destino. Nadie está por encima de ellos en las decisiones que dan seguridad al trayecto. Desde luego, tienen jefes, están sujetos a reglamentaciones, pueden recibir apoyo de tierra y, eventualmente, pueden recibir instrucciones que les obliguen a cambiar de rumbo por diversas razones, pero aun así son ellos quienes determinan la maniobra, quienes comandan la tripulación y quienes se entienden con las autoridades.

Los grandes y pequeños buques que llevan a los seres humanos desde los puertos de la primera infancia hasta las playas de la vida adulta son los colegios. Y quienes guían ese viaje de diez a doce años son los rectores de los colegios.

Es claro que la vida humana, la multitud de vidas humanas que se encomiendan a su cuidado están sujetas a una inmensa incertidumbre. Nunca sabremos lo suficiente sobre corrientes y tempestades, siempre será difícil acomodarnos en ciertos momentos de zozobra, es imposible prevenir todos los accidentes o aprovechar todas las oportunidades, pero aún así es inevitable hacer el camino y para ello se requieren grandes líderes capaces de descifrar los signos del tiempo, las condiciones de la naturaleza humana, las posibilidades del conocimiento.

Desde luego, los colegios están sujetos a normas, existen manuales de funciones para sus directivos y maestros, hay procedimientos y protocolos, pero nada de eso sustituye la responsabilidad suprema de llevar el buque a puerto seguro. Si a los rectores se los reduce a obedecer órdenes de fuera, se prescinde de su conocimiento y su experiencia, se los condena a ser tramitadores de papeles y llenadores de formularios, la travesía de la infancia a la madurez será un transcurso sin guías y sin responsables. Donde no está ese capitán en quien se confía, los motines y los desórdenes serán frecuentes y el riesgo de naufragio aumentará peligrosamente.

Tomado del libro: Fortalecimiento institucional y liderazgo educativo. La importancia de las instituciones en la construcción de civilidad. Editorial Magisterio - Biblioteca de la Rectoría. http://www.magisterio.com.co/libro/fortalecimiento-institucional-y-liderazgo-educativo

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Martial Heriberto Rosado Acosta
Gran Maestro Premio Compartir 2004
Sembré una semilla en la tierra de cada estudiante para que florecieran los frutos del trabajo campesino en el campo que los vio nacer