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Erradicar el fracaso escolar

Se hace necesario revisar las prácticas pedagógicas de la escuela, sobre todo en lo que atañe a una realidad que se ha ido haciendo habitual y ante los ojos de muchos “normal”.

Agosto 26, 2016

En medio de los múltiples discursos y de la preocupación –que al parecer y por fortuna se va volviendo social– acerca de la calidad de la educación, algunos piensan que la solución está en referenciarnos con las experiencias que ofrecen los mejores resultados, otros consideran que está en mejorar la infraestructura y otras corrientes más recientes sostienen que debería mejorarse la selección y remuneración docente.

Tal vez ninguna de esas propuestas sea ineficaz para producir el esperado cambio para la mejora. No obstante, mientras esas transformaciones aconsejadas globalmente se van concretando en la realidad local, conviene, a la par, ir revisando críticamente las prácticas pedagógicas de la escuela, sobre todo en lo que atañe a una realidad que se ha ido haciendo habitual y ante los ojos de muchos “normal”: el fracaso escolar, que en la jerga estudiantil se suele denominar “pérdida” de materias o de años.

Tristemente, aún tienen fuerza en el imaginario popular, creencias sesgadas que sostienen que el fracaso escolar es solo responsabilidad del estudiante, cuando no del profesor, del gobierno o del sistema educativo en particular; en versiones más perversas se dirá que es una realidad que hay que admitir con resignación, pues habría estudiantes “brutos” o incapaces de aprender ciertos contenidos. Y tales respuestas aparecen así, a la buena, pues son como las fórmulas preconcebidas que explican el resultado de una ecuación, simples corolarios que no le harían crisis a la escuela. Perogrulladas sin más, porque como siempre, a la escuela todo le llega tarde –hasta la capacidad crítica– y las preguntas le escasean, máxime si tratan sobre sí misma. No así ocurre con las respuestas dogmáticas, que le abundan, al margen del continuo cambio de la vida que allí supuestamente se estudia.

En consecuencia, cuando a la escuela se le pregunta por la calidad de su formación, por ejemplo, responderá desde el rancio discurso de la “educación integral”. El problema no es que la pretenda sino que la usa como discurso para relativizar la importancia de los buenos resultados en cualquier dimensión formativa: como se trata de educación integral, la escuela no se concentraría con especial atención en buenos resultados académicos o deportivos, ni en el clima de convivencia, ni en la madurez axiológica, ni en su responsabilidad social o construcción de ciudadanías y el fracaso escolar sería algo admisible porque aunque se pretende la integralidad, parecieran existir ciertos estudiantes desprovistos para alcanzar tal condición, ya sea por la genética, la gestación, el contexto y las experiencias de vida. En esos casos queda en evidencia que a esa escuela no han llegado los resultados de los estudios que se siguen ocupando de las inteligencias múltiples, de la resiliencia, de la posibilidad de modificar las estructuras de aprendizaje, de las riquezas en la sabiduría popular o del fracaso escolar mismo, entre otros progresos académicos por antonomasia.

Las consecuencias sociales de tal fenómeno se ignoran, se menosprecian o incluso se predicen en el discurso y en la práctica. Así ocurre, por ejemplo, cuando se les ofrece una pobre educación a los pobres y a los estudiantes se les condena a seguir cargando con el lastre de la exclusión social que ya soportaban antes de la academia pero que con ella y los fracasos que le añade a la existencia, se va perpetuando y repitiendo de generación en degeneración. ¡Solo a una escuela caduca se le ocurre que las personas que allí acuden, lo hacen para perder, hacerse réprobas o fracasar!

Transformar la escuela en ese sentido, implica directivos ocupados en garantizar condiciones y en un juicioso acompañamiento, que logren apoyar eficazmente a cada educador y educadora para ERRADICAR EL FRACASO ESCOLAR, de modo que se garantice la promoción. Implica convencerse que todos y todas pueden aprender todo. Optar justamente por quienes los sistemas educativos tradicionales excluyen y confirmar que por eso no bastan las prácticas pedagógicas tradicionales, selectivas, excluyentes, sino que tal opción demanda educadores y educadoras populares que, conociendo las condiciones de sus educandos, se comprometan de manera decidida y creativa con su promoción.

Dicho en otras palabras, si la unidad de medida al final de cada año lectivo debe ser muy exigente para verificar la promoción en condiciones de calidad (competencias), con el ánimo de ERRADICAR EL FRACASO ESCOLAR los educadores tenemos que comprometernos desde el principio a prevenirlo. Por eso el esfuerzo promocional debe notarse y concretarse en cada clase y hay que dedicarse con especialísimo cuidado a la promoción de los menos aventajados por depravados, por necios, por desafiantes o por incautos, lo cual nos evidencia que son quienes más necesitan de educadores. Así, quienes tienen el desempeño más bajo no deberían ser un obstáculo para la escuela, sino un desafío que muestra a sus preferidos, con quienes se tendrá la oportunidad de ser verdaderamente maestros, pues nadie puede presumirse educador por "educar a los educados", quienes lo necesitan menos y por tanto pueden apoyarlo en favor de quienes más lo necesitan.

De ahí que sigamos insistiendo en que el trabajo del maestro y la maestra debe ser decidido y explícitamente promocional, preferencial pero  sin  exclusiones,  para  los  menos  aventajados  y  ya  antes  marginados  por  los  sistemas educativos convencionales. Así las cosas, no tiene ninguna lógica afirmar que "hemos enseñado" cuando hay estudiantes que no han aprendido (lingüísticamente, enseñar es un verbo transitivo, que implica que alguien enseña algo pero a alguien y que solo se realiza el significado del verbo, cuando alguien aprende). Es lo que explica que se pueda ir más lejos pero con todo un argumental pedagógico que lo soporta y explica, afirmando que el trabajo del educador se ve reflejado incluso en la planilla de calificaciones, por lo que dicho instrumento no puede confundirse con uno empleado para mostrar que “es cierto que mis estudiantes no saben, que yo no fui capaz de enseñarles o que muy pocos son quienes me aprenden”. Esa sería la verdad escondida tras la planilla de un pseudo-profesional de la educación, que se enorgullece porque son pocos los estudiantes que se promueven en sus clases.

Por eso, la presunta necedad, apatía, abulia o desinterés de los estudiantes que los suele conducir al fracaso, bien es el disfraz de una situación contextual y existencial que los desmotiva desde lo profundo hasta hacerles perder la esperanza, o bien es una opción ingenua o desesperada de un niño, niña o joven arrastrados por las circunstancias, que en todo caso muchas veces se les sale de las manos manejar y por eso caen, fracasan, renuncian a levantarse y aceptan la desventaja como una condición engañosamente "justa, natural y lógica", que la escuela tradicional se encarga de recordarles cada día en cada clase, como si fuera una institución guiada por profetas del infortunio y de cierta "maldición" que le hace el juego a un sistema socioeconómico perverso, cuyo objetivo fuera excluir personas, marginarlas, rotularlas, es decir, llevarles una empobrecedora educación a los empobrecidos para reafirmar su condición y evitar su promoción.

 Desde ahí pregunto e invito a cuestionar-se: ¿tiene sentido entregar un informe periódico que se conforme con evidenciar lo carentes que son y siguen siendo los estudiantes, a pesar de haberse puesto con buena o mala actitud en manos de un profesional de la educación durante cierto tiempo? ¿Se tiene claro que como educador se interviene en la definición del sentido de vida de personas tan libres y tan dignas como el mismo educador? ¿Se alcanza a medir la magnitud de la influencia educativa en la vida de los estudiantes, especialmente en los casos en que se dejan a merced del fracaso escolar desde tan tiernas edades?

Debe ser un propósito institucional entonces, que el trabajo de evaluación se convierta en oportunidad de diagnosticar más para intervenir mucho mejor, al punto de obtener indicios sobre el remedio o el correctivo pedagógico más preciso para lograr la promoción de los estudiantes y salvarlos, como buen educador o educadora, de la peste del fracaso escolar, fracaso que generalmente arruina más vidas que cualquier pandemia.

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Escrito por
Directivo Docente. Coordinador en la Institución Educativa Antonio Nariño. Cúcuta, Colombia.
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Laura María Pineda
Gran Maestra Premio Compartir 1999
Dar alas a las palabras para que se desplieguen por la oración y vuelen a través de los textos para que los estudiantes comprendan la libertad del lenguaje.